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El martes cinco la aviación alemana siguió con los
bombardeos y aunque el estado mayor del ejército polaco hablaba de los aviones
enemigos que había derribado, los ataques sobre las ciudades y el campo eran
cada vez más. Al día siguiente Cracovia cayó en poder del ejército alemán y dos
días después Varsovia había quedado sitiada por un cerco de tanques y soldados y
aunque durante nueve días se combatió para parar al enemigo -hasta los civiles
participaron-, nada se pudo hacer. Había casas destruidas y muertos en las
calles. La gente trataba de esconderse en los sótanos de las casas y no había
tiempo de enterrar a los muertos. No terminaba de pasar una oleada de aviones,
cuando ya venían otros y soltaban sus bombas, por lo que no nos daban tiempo a
buscar entre los escombros a los heridos y a los muertos, a los que había que
enterrar en los pozos y agujeros que dejaban las bombas en las calles, para que
los cuerpos en descomposición no provocaran una epidemia. Cada uno de esos trece
días de pesadilla, creía que iba a ser el último. También, a medida que se
iba cerrando el cerco alrededor de Varsovia, comenzaron los bombardeos de la
artillería. Día y noche, sin descanso. El ejército polaco había sido aniquilado
casi por completo y cuando los rusos avanzaron sobre la frontera de su lado, el
gobierno y los altos jefes militares se escaparon a Rumania y después a
Inglaterra. Había gente que se alegraba por el avance de los rusos, porque no
sabían que estaban de acuerdo con los alemanes para hacer desaparecer a Polonia,
pero al día siguiente cuando los dos ejércitos se encontraron, todos empezamos a
darnos cuenta que estábamos perdidos. Varsovia capituló el 27 de septiembre
después de tres semanas de combate y al día siguiente se rindió Thorm, el último
lugar donde todavía seguían resistiendo el ataque alemán. En menos de un mes,
habían muerto casi ciento cincuenta mil personas, entre soldados y civiles
caídos en los bombardeos, y los rusos y los alemanes se repartieron el
territorio. Yo tenía dieciocho años cuando los alemanes, desfilaron por la
ciudad y no sabía que para mí y para todos los judíos, empezaba una pesadilla de
la cual sólo unos pocos podríamos despertar después de seis años.
Algunos de esos recuerdos se me desdibujan, y no sé cómo, pero me
enteré que mi familia había sobrevivido a los bombardeos y estaban todos juntos. En ese momento
todavía no lo sabía, pero la única que en verdad estaba a salvo era mi hermana
Esther, que de Dantzig primero se fue a París con su marido y sus dos
hijos y luego, cuando la guerra se extendió, pudo conseguir viajar en el
último barco de pasajeros que partía rumbo a Buenos Aires.
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