-A mí me es más preciado que las viles verdades
el engaño que nos eleva.
No se sabe si aquello duraría mucho o poco tiempo, pero
lo cierto es que no faltaron buenas gentes que se compadecieran del
cándido lector. Llamaron al periodista trapacero y le dijeron:
"¡Basta ya, sinvergüenza y falaz! Hasta ahora has estado
comerciando con la mentira, ¡comercia desde ahora con la verdad!"
Además, muy a tiempo por cierto, los lectores empezaron
a recapacitar poco a poco y a enviar notitas al periodista. "Iba yo hoy
paseando con mi hija -decía uno de ellos-, por la Nievski, y pensaba que
pasaría la noche en el calabozo de la comisaría (mi hija incluso
me había preparado unos bocadillos, a prevención, y decía:
¡qué emoción!), pero en lugar de eso, regresamos los dos
felizmente a casa. ¿Cómo puede compaginarse un hecho tan
consolador con sus artículos de fondo sobre nuestra falta de
garantías?"
Y naturalmente, el periodista, por su parte, sólo
esperaba aquello. En honor a la verdad, hay que reconocer que él mismo
estaba harto de engañar. Su corazón se inclinaba a la verdad desde
hacía tiempo, pero, ¿qué iba a hacer él, cuando el
propio lector picaba únicamente en el anzuelo de la mentira? Con todo el
dolor de su corazón, había que engañar... En cambio ahora,
cuando por todos lados le ponían el puñal en el pecho insistiendo
en que dijese la verdad, ¡él estaba dispuesto a hacerlo!
¿Querían verdad? ¡Pues la tendrían, diablos! Con la
mentira se había hecho dos casas de piedra; las dos restantes,
también de piedra, ¡tendría que hacérselas con la
verdad!