Y ya iban a liarlo, pero el dolor y la cólera
habían devuelto a Rip sus fuerzas. Como rabioso can acometió a sus
verdugos, consiguió desasirse de sus brazos, y echó a correr. Iba
a su casa... ¡Iba a matar! Pero la gente lo seguía, lo acorralaba.
Era aquello una cacería y era él la fiera,.
El instinto de la propia conservación se sobrepuso a
todo. Lo primero era salir del pueblo, ganar el monte, esconderse y volver
más tarde, por la noche, a vengarse, a hacer justicia.
Logró, por fin, burlar a sus perseguidores.
¡Allá va Rip como lobo hambriento! ¡Allá va por lo
más intrincado de la selva! Tenía sed... la sed que han de sentir
los incendios. Y se fue derecho al manantial a beber, a hundirse en el agua y
golpearla con los brazos acaso, acaso a ahogarse. Acercóse al arroyo, y
allí, en la superficie, salió la muerte a recibirlo.
¡Sí; porque era la muerte, en figura de hombre, la imagen de aquel
decrépito que se asomaba en el cristal de la onda! Sin duda, venía
por él ese lívido espectro. No era de carne y hueso, ciertamente;
no era un hombre, porque se movía a la vez que Rip, y esos movimientos no
agitaban el agua. No era un cadáver, porque sus manos y sus brazos se
torcían y retorcían. ¡Y no era Rip, no era él! Era
como uno de sus abuelos, que se le aparecía para llevarlo con el padre
muerto. "Pero ¿y mi sombra?", pensaba Rip. "¿Por
qué no se retrata mi cuerpo en ese espejo? ¿Por qué veo y
grito, y el eco de esa montaña no repite mi voz, sino otra voz
desconocida?"
¡Y allá fue Rip a buscarse en el seno de las
ondas! ¡Y el viejo, seguramente, se lo llevó con el padre muerto,
porque Rip no ha vuelto!