Esa salita era la misma... la de él. En ese
sillón de cuero y otate se sentaba por las noches cuando volvía
cansado, después de haber vendido el trigo de su tierrita en el molino de
que Juan era administrador. Esas cortinas de la ventana eran su lujo. Las
compró a costa de muchos ahorros y de muchos sacrificios. Aquél
era Juan; aquélla, Luz... pero no eran los mismos... ¡Y la chiquita
no era la chiquita!
¿Se había muerto? ¿Estaba loco?
¡Pero él sentía que estaba vivo! Escuchaba... veía...
como se oye y se ve en las pesadillas.
Lo llevaron a la botica en hombros, y allí lo dejaron,
porque la niña se asustaba de él. Luz fue con Juan... y a nadie se
extrañó que fuera del brazo y que ella abandonara, casi moribundo,
a su marido. No podía moverse, no podía gritar, decir:
"¡Soy Rip!"
Por fin, lo dijo, después de muchas horas, tal vez de
muchos años, o quizá de muchos siglos. Pero no lo conocieron: no
lo quisieron conocer.
-¡Desgraciado! ¡Es un loco! -dijo el boticario.
-Hay que llevárselo al señor alcalde porque puede
ser furioso -dijo otro.
-Sí, es verdad; lo amarraremos si resiste.