Con paso aligerado por la ira siguió Rip-Rip su camino.
Afortunadamente la casa estaba muy cerca... Ya veía la luz de sus
ventanas... Y como la puerta estaba más lejos que las ventanas,
acercóse a la primera de éstas para llamar, para decirle a Luz:
"¡Aquí estoy!
¡Ya no te apures!"
No hubo necesidad de que llamara. La ventana estaba abierta:
Luz cosía tranquilamente, y, en el momento en que Rip-Rip llegó,
Juan -Juan el del molino- la besaba en los labios.
-¿Vuelves pronto, hijito?
Rip-Rip sintió que todo era rojo en torno suyo.
¡Miserable!... ¡Miserable!... Temblando como un ebrio o como un
viejo, entró a la casa. Quería matar: pero estaba tan
débil, que, al llegar a la sala en que hablaban ellos, cayó al
suelo. No podía levantarse; no podía hablar; pero sí
podía tener los ojos abiertos, muy abiertos, para ver cómo
palidecían de espanto la esposa adúltera y el amigo traidor.
Y los dos palidecieron. Un grito de ella -el mismo grito que el
pobre Rip había oído cuando un ladrón entró a la
casa- y luego los brazos de Juan que lo enlazaban, pero no para ahogarlo, sino
piadosos, caritativos, para alzarlo del suelo.
Rip-Rip hubiera dado su vida, su alma también, por poder
decir una palabra, una blasfemia.