Al primer amigo a quien halló fue al señor cura.
Era él: con su paraguas verde; con su sombrero alto, que era lo
más alto de todo el vecindario; con su breviario, siempre cerrado; con su
levitón, que siempre era sotana.
-Señor cura, buenos días.
-Perdona, hijo.
-No tuve yo la culpa, señor cura... no me he
embriagado... no he hecho nada malo... La pobrecita de mi mujer...
-Te dije ya que perdonaras. Y anda: ve a otra parte, porque
aquí sobran limosneros.
¿Limosneros? ¿Por qué le hablaba
así el cura? Jamás había pedido limosna. No daba para el
culto, porque no tenía dinero. No asistía a los sermones de
cuaresma, porque trabajaba en todo tiempo, de la noche a la mañana. Pero
iba a la misa de siete todos los días de fiesta, y confesaba y comulgaba
cada año. No había razón para que el cura lo tratase con
desprecio. ¡No la había!
Y lo dejó ir sin decirle nada, porque sentía
tentaciones de pegarle... y era el cura.