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La más prudente regla de higiene es no abusar de nada, tener por guía de conducta la virtud de la templanza, reprimir las incitaciones de la gula y la lujuria en cuanto se excedan de la, prudente satisfacción de la natural necesidad y abstenerse de todo lo que por personal experiencia sepamos que perjudica la salud cuya conservación es la mayor y mejor prueba de bondad con nosotros mismos, pues únicamente podrá disfrutar de todo quien no abuse de nada. Un rey de Persia envió al califa de Damasco, Mohamed Mustafá, un médico habilísimo en la ciencia y arte de curar, quien llegado a su destino le preguntó al califa que cuáles eran las costumbres de aquella corte en cuanto, se refería al régimen de alimentación:

El califa respondió:

-Mis cortesanos no comen más que cuando tienen verdadero apetito y nunca se levantan saciados de la mesa.

-Pues entonces, me vuelvo a mi tierra, porque nada tengo que hacer aquí.

Los bienes intelectuales, pertenecientes al reino mental, deben estar asimismo sujetos a la condición de utilidad y servicio de la vida, porque de lo contrario no son bienes, sino males de penosas consecuencias.

La lectura reflexiva y el estudio atento vigorizan las facultades intelectuales, aumentan nuestros conocimientos y nos proporcionan el placer resultante de su adquisición, que es mucho más vivo cuando los conocimientos adquiridos nos sirven para el ejercicio de una profesión social, pues entonces cosechamos el fruto de nuestros esfuerzos y damos por bien empleado el trabajo que nos costó el aprendizaje. Así, bajo el aspecto mental, somos buenos con nosotros mismos cuando allegamos el mayor bien posible a nuestra mente en la determinada especie de conocimientos útiles para la vida.

La sabiduría es preferible a las riquezas, porque si bien consideramos, todo cuanto en el mundo es riqueza material expresada por el común denominador llamado dinero, ha tenido su origen en el conocimiento, en la sabiduría práctica de los inventores e industriales, que con la mágica varilla de su talento alumbraron nuevos y copiosos manantiales de riqueza.

Pero la aplicación del conocimiento no ha de tener fines egoístas, sino que ha de dar resultados útiles para el verdadero objeto de la vida individual y colectiva. El egoísta no halla bien duradero en los placeres intelectuales que para sí mismo reserva sin compartirlos con el prójimo, o cuando ofrece el fruto de su conocimiento con miras bastardamente interesadas.

Un alquimista que había escrito un libro en cuyas páginas explicaba cierto procedimiento para hacer oro sin necesidad de la tan buscada piedra filosofal, dedicó la obra al papa León X con la esperanza de recibir un cuantioso donativo en atención a la dedicatoria.

Enterado el papa de lo que el alquimista se había propuesto al dedicarle la obra, le envió un gran bolsón de cuero del todo vacío, con el recado de que sí tan bien conocía el procedimiento para hacer oro, sólo le faltaba el bolsón donde ponerlo.

Los placeres intelectuales tienen la ventaja sobre los materiales de que no hay para ellos otro limite que el del esfuerzo mental necesario para adquirir el conocimiento deseado, mientras que los placeres de sensación están condicionados por la potencia sensual que sólo llega a cierto límite, pasado el cual se transmuta el placer en dolor o no es posible disfrutarlo. Pongamos por ejemplo la que sucede en los llamados placeres de la mesa. Por muchos millones que posea un hombre no podrá halagar el gusto más allá de lo que consienta la potencia digestiva de su estómago, y otro tanto cabe decir del placer de los demás sentidos.

En cambio, los placeres intelectuales son más duraderos y mucho mayor la potencia mental del hombre para su disfrute, aun en los casos en que las facultades intelectuales parecen ausentes porque están adormecidas.

Duval, el famoso bibliotecario del rey Francisco 1 de Francia, se complacía en resolver siempre que le era posible las dudas de los concurrentes a la biblioteca; pero cuando alguien le preguntaba algo que él ignorase, no tenía reparo en responder sinceramente:

-No lo sé.

Sucedió cierta vez que uno de esos sujetos tan imbéciles como intemperantes que en todas partes dan rienda suelta a su engreimiento, preguntóle a Duval una cosa a que el bibliotecario no supo responder.

-Pues el rey le paga a usted para que lo sepa repuso altaneramente el preguntón.

A lo que replicó Duval:

-El rey me paga por lo que sé, porque si me hubiese de pagar por lo que no sé, no tendría bastante con todos los tesoros de la tierra. Sin la condición de utilidad, en vez de ser un bien serán un mal los conocimientos adquiridos, o por lo menos de liada nos servirán en la vida, y así vemos hombres de mediana erudición y cultura universitaria que pasan mil trabajos y tribulaciones para ganarse el pan, mientras que holgadamente viven quienes sin saber latín ni griego ni meterse en honduras filosóficas, dominan técnicamente un oficio o profesión.

Primero conviene colocarnos en condiciones intelectuales de vivir de nuestro, honrado trabajo. Después llega la hora de filosofar. Pero quien pasa la noche contemplando las estrellas sin ser astrónomo de profesión, no será capaz al día siguiente de encender con un rayo de sol la lumbre del hogar.

Después que hayamos conquistado una posición social, continuaremos siendo buenos con nosotros mismos si además de seguir paso a paso los adelantos de nuestra particular profesión seguimos también la marcha general del mundo para ser hombres de nuestro tiempo y no quedar como, supervivencias caducas del pasado. Hemos de dominar nuestra profesión, pero no especializarnos en ella tan exclusivamente que seamos peor que analfabetos en la multicolor esfera de la cultura general.

Dice a este propósito monseñor Dupanloup, que fue obispo, de Orleans:

En las carreras más liberales hay considerable pérdida de tiempo y actividad; y si cada cual se examinara a si mismo, muchos serían los que hallaran que no hacen lo que pueden hacer, y por consiguiente que no son lo que debieran ser.

A los jóvenes letrados, a los hombres del foro, me permitiría yo aconsejarles que no se encerraran en sus estudios especiales, que salieran alguna vez de este circulo, para llevar a otros ramos de la ciencia humana la actividad de un espíritu tan bien preparado por los estudios de jurisprudencia. No ignoro cuán noblemente ocupa su vida el legista; pero todos ellos tienen más o menos tiempo libre, ratos perdidos que podrían invertir con gran provecho en otros trabajos, en estudios literarios, históricos y filosóficos donde hay algo más que un encanto, hay un auxilio, una luz para la ciencia misma del derecho y para el don de la palabra.

 
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Sed buenos con vosotros mismos de Orison Swett Marden   Sed buenos con vosotros mismos
de Orison Swett Marden

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