I LA UTILIDAD DEL BIEN.
Muy raro es hallar quien sea completamente dueño de sí mismo y domine con plena maestría todo cuanto emprenda; que comience su labor con la seguridad de llevarla a término feliz; que sea capaz de afrontar vigorosamente los problemas de la vida; que se mantenga, en disposición de realizar sin violentos esfuerzos el máximo de su actividad; y que aproveche magistralmente cuantas favorables ocasiones se le deparen de perfeccionamiento y prosperidad.
A fin de mantener ser la cumbre de su condición y obtener completo señorío de todas sus potencias y facultades, debe el hombre ser bueno consigo mismo y pensar bien de sí.
Pero esta bondad no ha de confundirse con la condescendencia ni con el engreimiento, porque podría figurarse quien no reflexionara sobre este punto, que el ser bueno consigo mismo consiste en lo que vulgarmente se llama darse buena vida, satisfacer, si acaso cabe satisfacción en la concupiscencia, los gustos, apetitos, deseos y pasiones con que la bestia humana o naturaleza inferior pone a prueba el temple del ángel humano o naturaleza superior.
Esta doctrina, si así puede llamarse, que enfoca toda la actividad del hombre en los goces materiales con ilusión de bienes y realidad de males, no es de nuestros días como creen quienes achacan a los tiempos modernos la cansa de la corrupción, desquiciamiento y podredumbre en que a su pesimista parecer se va hundiendo el mundo sin otra esperanza de regeneración que su apocalíptico fin.
Nada menos que tres siglos antes del nacimiento de Jesús establecióse en Atenas, procedente de Samos, donde había nacido y pasado su infancia, el tan famoso como vilipendiado filósofo Epicuro, quien en la sabia ciudad de la sapientísima Minerva formó un grupo de amigos que se reunían en uno de los jardines públicos de la población, donde en resumen les enseñaba que el bien del hombre sólo consiste en el placer.
Expuesta así escuetamente parece absurda esta enseñanza, porque aun al cabo de veintitrés siglos prevalece entre el vulgo y también entre muchos que se precian de intelectuales, el grave error de considerar la palabra placer como sinónima de sensualidad y de concupiscencia, como si no hubiese placeres intelectuales y morales mucho más intensos y duraderos que los de la sensación corporal.
El calumniado Epicuro lleva sobre su nombre, siglo tras siglo, el estigma de la sensualidad, de la brutal concupiscencia, hasta el punto de llamar epicúreos a los que no tienen en la vida otra finalidad que halagar los cinco sentidos y poner en frecuente práctica lo de comamos, bebamos y etcétera que mañana moriremos.
Sin embargo, el verdadero propagador de la filosofía sensualista no fué Epicuro, sino Arístipo de Cirene, quien anticipándose al adagio de hoy todo y mañana nada, decía que el único bien es el placer del momento. En cambio, Epicuro consideraba el placer en su genuino concepto, dándole por condición que no fuese un placer de momento.. como el de Arístipo, sino que se habían de prever sus consecuencias, porque si después de gozado amenazaba dar dolor, ya no era tal placer, sino el mal permanente con disfraz de pasajero bien.
Aún más allá Epicuro en su mal comprendida por lo insidiosamente tergiversada filosofía, pues enseñaba a sus discípulos que prefirieran los placeres de la mente y del ánimo a los del cuerpo y se mantuvieran siempre tranquilos y gozosos sin ceder jamás a impulsos coléricos.
Lejos de ser los epicúreos tal como nos los pinta la tradición escolástica, eran abstemios, de costumbres frugales y observaban una conducta de ejemplar austeridad. Eran buenos con ellos mismos.
Al cabo de siglos, el contemporáneo filósofo C. S. Peirce, ha reavivado la genuina doctrina epicúrea con el nombre de pragmatismo -llamado también utilitarismo y humanismo-, que sólo reconoce por verdadero en el orden de los conceptos filosóficos aquello que sirve para la vida humana, lo que le es útil y en algún modo positivamente le aprovecha.
Guillermo James y F. C. S. Schiller han propugnado esta filosofía, también mal comprendida y con intención o sin ella tergiversada por quienes se figuran que lo útil ha de ser forzosamente material y grosero sin que pueda haber utilidad en lo mental y espiritual, como si estos dos órdenes o aspectos de vida no fueran tan humanos como el estrictamente corporal.
Los tergiversadores del pragmatismo han llegado al insensato extremo de achacarle la culpa de la creciente afición a los alealoides que como la morfina, cocaína y liatchis producen una vivísima excitación placentera seguida de profundo abatimiento.
La inculpación no puede ser más artera e insidiosa, porque desde el momento en que el resultado de la acción es doloroso, siniestro y perjudicial, no es posible que la acción sea útil para la vida y por lo tanto el ansia de gozar del placer momentáneo, del falso y pasajero bien de las sensaciones concupiscentes de toda laya está virtualmente baldonada por el pragmatismo, como lo estuvo hace siglos por el epicureísmo.
Nos hemos detenido algún tanto en las precedentes consideraciones para fijar lo más precisamente posible los conceptos del bien y del mal, de lo útil y lo pernicioso, del placer y del dolor, del gozo y la pena, a fin de comprender sin ambigüedades lo que significa el ser buenos con nosotros mismos, o dicho de otro modo, proporcionarnos el mayor bien posible.
Si tenemos en cuenta que el hombre es una trinidad constituída por el cuerpo, la mente y el espíritu, comprenderemos sin esfuerzo que los verdaderos bienes de la vida son de tres órdenes: corporales, intelectuales y espirituales.
Todo lo que sirva y sea útil para la vida y salud del cuerpo será un bien corporal y proporcionará placer. Todo lo que sea nocivo y perjudicial a la vida y salud del cuerpo no le servirá de provecho, aunque de momento proporcione placer, cuyo resultado sea dolor.
Por lo tanto, en lo referente al cuerpo, el ser buenos con nos otros mismos consiste en abstenernos de todo lo que pueda fiarlo aunque de pronto prometa proporcionarnos placer.
Aunque los higienistas hall expuesto las reglas generales que debemos observar para mantener el normal estado de salud, no son tan absolutas que puedan aplicarse indistintamente a todos los individuos, pues lo que daba al cuerpo depende del temperamento de cada cual, de los hábitos adquiridos, de la condición profesional y varias otras circunstancias difíciles si no imposibles de enumerar al pormenor.