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Al lado de Lucano, crecía un joven, su amigo, cuyo carácter, comentado por tan profundos historiadores, es aun hoy obscuro jeroglífico: hablo de Nerón. Detengámonos un instante a contemplar este desgraciado que ha de apagar con su soplo la vida de Lucano. Elevado al trono; viendo a sus plantas rendido al mundo; estimando en poco la Humanidad, su esclava; rodeado de riquezas, de placeres; lleno el abismo de sus deseos, ociosa su voluntad, Nerón se enamoró un imposible: ardió en ansia de ser el más grande artista de su tiempo, anheló ceñir a su diadema imperial coronas de laurel, vivir la vida del poeta, extasiarse en escuchar los aplausos de todas las gentes, conmovidas por sus cánticos, encadenar a las musas como tenía encadenados a los reyes del mundo, arrancar su lira al divino Apolo; mas cuando su conciencia le decía en secreto que luchaba con un imposible, acostumbrado a verse siempre obedecido, como Júpiter, con sólo fruncir las cejas, no pudiendo sufrir el martirio de su deseo, desahogaba en crímenes el dolor de su oprobiosa impotencia. Nerón es, antes que todo, artista, y para convenceros, convertid los ojos a su vida. Nerón esculpe su propio busto en los edificios públicos ornado con la corona de laurel y los atributos de Apolo; mata a Trhaseas porque no gustaba de oírle cantar, y a Británico porque la voz de este príncipe era más dulce que su celeste voz; recibe a Tiridates, rey de Armenia, en el teatro, que dora y orna para tal solemnidad, extendiendo ricas telas de púrpura que les resguardaran del sol, y bordando en el centro su propia imagen en actitud de conducir un carro olímpico, circundada de estrellas la áltiva espaciosa frente; canta en los espectáculos acompañado de un arpa de oro que sostienen de rodillas los patricios romanos; representa frecuentemente el papel de Oreste asesino de su madre, y acaso por este artístico recuerdo manda ahogar a la desgraciada Agripina en las claras aguas del Tirreno, en aquella serena estrellada noche en que parecía que los astros velaban para testificar al cielo tan horroroso crimen; reduce a cenizas la antigua Roma por gozarse en contemplar un sublime cuadro; va de teatro en teatro, de circo en circo recogiendo premios; manda derribar un lienzo de muralla para que le reciba dignamente Roma cuando vuelve de los juegos griegos triunfador, envuelto en rozagante púrpura de Tiro, con la corona de oliva en la frente y el laurel píthico en las manos; se indigna de la rebelión de Vindex, no porque el pretor de las Galias desconociera su autoridad, sino porque se mofaba de su divino genio; y en la hora suprema de morir no siente que se quiebre su cetro y se extinga su poder, sino que se quiebre su lira y se apague su meliflua voz; no llora en su muerte al emperador, sino al artista.

Juntos Nerón, que deseaba ser poeta, y Lucano, quien lo era, ¿podía aquél consentir que un rival afortunado le disputara el laurel de la gloria y el premio en los poéticos certámenes? Un día se reunieron ambos en un certamen a disputar un premio. Nerón leyó una poesía consagrada a las transformaciones de Niobe; Lqucano otra consagrada al descendimiento a los infiernos de Orfeo. Los aplausos de la multitud cubrieron la voz de Nerón. Pero en aquellas muestras de forzado entusiasmo faltaba el acento de la espontaneidad que nace del corazón. Presentóse después Lucano y recitó sus versos: el respeto, el temor contenía a los oyentes; mas por uno de esos triunfos del Arte que parecen milagrosos, el poeta suspende los ánimos, los arrebata y consigue que, olvidados de sí y del emperador, le decreten unánimes el codiciado premio.

¿Cómo era posible que Nerón dios, Nerón emperador, Nerón poeta, consintiera un genio superior a su genio? Salióse despechado del certamen, y prohibió a Lucano que volviese a leer en público sus versos. El poeta, que vivía en la atmósfera de la gloria y del entusiasmo, desde aquel punto comenzó a ver de romper los hierros de su cárcel; y como el Imperio era el eterno martirio de los patricios, y éstos no perdonaban medio para sacudir su inmensa pesadumbre, Lucano se asoció a la conspiración de Pisón. Un esclavo, delató la conjuración, y en premio de su crimen recibió largos honores y el título de conservador del Imperio. Por esta causa murieron patricios, damas, guerreros, muchos hombres ilustres, y entre ellos, nuestro gran poeta. Cuéntase que vaciló algunos instantes en la hora de morir, pretendiendo salvar su vida por malos y deshonrosos medios que le rebajan a los ojos de la posteridad.

Sin que nosotros pretendamos abonar nunca malas acciones, consideraremos que debía ser muy triste para Lucano morir a los veintisiete años, designado cónsul; ceñida de coronas la frente, de ilusiones el corazón; sintiendo la savia de la vida latir con fuerza poderosa en sus venas y el fuego de la imaginación arder con abrasadora llama en su mente; vislumbrando los horizontes inmensos de risueño porvenir; amado, tiernamente de una joven en la cual competía la hermosura del alma con la hermosura del rostro; ¡ah!, era muy triste dar el último adiós a la vida cuando la doraban el encanto de tantas venturas y tan deliciosas esperanzas. Mas si Lucano faltó en un momento de extravío, arrepintióse pronto, rehizo su ánimo, presentó serena frente a la muerte, extendió ambas manos con tranquilidad para que le abriesen las venas; su sangre joven corrió pura, llevándose tras sí la vida, y el poeta, nublados ya los ojos, falto de aliento, espiró recitando unos versos de La Farsalia, versos que describían la muerte de un joven picado por una víbora en un bosque de las Galias, y que al espirar destilaba sangre por todos los poros de su robusto cuerpo. Sobre su cadáver frío se inclinaba llorosa una mujer que había recogido él postrer suspiro de los labios del poeta para guardarlo en su amante pecho, y las cenizas de sus glorias para ofrecerlas a las venideras generaciones. Esta mujer era Pola Argentaria, esposa de Lucano, a cuyo cuidado debemos su magnífico poema.

 
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La Farsalia (tomo I) de Marco Anneo Lucano   La Farsalia (tomo I)
de Marco Anneo Lucano

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