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¡Las bodas de Juan con el mar! Silvestre no cesaba de pensar en ellas, sin dejar por eso de atender a su pesca ni atreverse a despegar los labios. Había sentido una tristeza al oír a su hermano mofarse así del sacramento del matrimonio, y sobre todo, como era supersticioso, aquella burla le había causado miedo.

¡Cuántas veces había pensado el buen Silvestre en el casamiento de Juan! Soñaba que había de casarse con Margarita Mével, una linda rubia de Paimpol, y que él tendría el júbilo de bailar en la fiesta antes de partir para el servicio, para aquel destierro de cien años, de donde no siempre se vuelve, y cuya inevitable cercanía empezaba a oprimirle el corazón.

Eran las cuatro de la mañana cuando otros tres marineros llegaron para relevarlos. Medio dormidos todavía, aspirando en pleno el aire frío, subían acabando de calzarse sus grandes botas, y cerraban los ojos deslumbrados por la impresión súbita de todos aquellos reflejos de luz pálida. Entonces Juan, Silvestre y sus compañeros de cuarto tomaron su desayuno de galleta durísima aun para mandíbulas tan fuertes como las suyas. La idea de que iban a poder dormir bien abrigados en sus camastros los había puesto muy contentos, y cogiéndose unos a otros por la cintura, emprendieron el camino de la escotilla meciéndose al compás de una canción antigua.

Antes de desaparecer por la boca de escotilla, se detuvieron a jugar con Turco, el perro de a bordo, joven cachorro de la raza de Terranova, que principió por tirarles pequeños bocados en las manos, y concluyó por hincarles los dientes en serio. Juan, entonces, con un fruncimiento de cólera en los ojos, lo rechazó de un puntapié que le hizo prorrumpir en lastimeros quejidos.

Juan tenía el corazón bueno; pero su naturaleza había conservado algo de salvajismo, y cuando sólo era su ser físico el que tomaba parte en las cosas de la vida, una suave caricia solía en él ser precursora de una brutal violencia.

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