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Juan acababa de cumplir sus cinco años de servicio en la marina del Estado. Allí había aprendido a ser escéptico tratándose del bello Sexo.

Las teorías de Juan en este punto hacían daño a Silvestre, llenándole de sorpresa. El era un muchacho casto, educado en el más absoluto respeto hacia los sacramentos por su anciana abuelita, viuda de un pescador de la aldea de Ploubazlenec. De pequeñito llevábale con ella cada día a rezar una parte de rosario sobre la humilde tumba de su madre. Desde el pequeño cementerio, situado sobre la muralla de rocas que domina, el mar, divisaba a lo lejos las aguas grises del canal de la Mancha, donde su padre halló la muerte en un naufragio. Como la abuela y el nieto eran pobres, desde tierna edad tuvo Silvestre que navegar a la pesca, y su infancia habíase deslizado en la soledad del mar; pero ni una sola noche dejaba de rezar sus oraciones, y su mirada había conservado su candor religioso.

También Silvestre era guapo, y después de Juan, la mejor figura de a bordo. Su voz dulce y sus entonaciones infantiles contrastaban un poco con su alta estatura y su barba negra. Había, crecido tan pronto, que casi experimentaba cierto embarazo al contemplarse súbitamente tan alto y tan fornido.

En la estrecha camareta no había más que tres literas para dormir, siendo seis los tripulantes; lo que obligaba a tres de ellos a velar en tanto que los tres restantes se entregaban al sueño. Así, pues, cuando hubieron puesto fin a la pequeña fiesta celebrada en honor de la santa patrona del barco que fue ya, cerca de la media noche la mitad de los marineros ocuparon los pequeños nichos negros que allí hacían oficio de cama, mientras sus compañeros subieron sobre cubierta piara continuar la interrumpida faena de la pesca. Estos últimos eran Juan, Silvestre y un paisano de ambos, llamado Guillermo.

Una vez arriba volvieron a la claridad, pero a aquella claridad pálida que no se parecía a ninguna otra, y que arrastraba sobre las cosas unos reflejos como de sol extinto. En torno de los pescadores comenzaba sin transición un vacío inmenso, que no era de ningún color: más allá del los costados de su barco, todo parecía diáfano, impalpable, quimérico.

La vista apenas se daba cuenta de lo que debía ser el mar: al pronto, aquello revestía el aspecto de una especie de espejo tembloroso que no tuviese imagen alguna que reflejar; más lejos, al prolongarse, parecía convertirse en una llanura de vapores, y después, nada más . . . allí no se divisaba horizonte ni contornos.

La frescura húmeda del aire era más intensa, más penetrante que el verdadero frío, y al respirarla se sentía un fuerte gusto a sal. Todo estaba en calma y había cesado de llover: en lo alto, unas nubes informes e incoloras parecían contener aquella luz latente que no se explicaba ; se veía claro, y, sin embargo, se tenía conciencia de la noche, y todas aquellas palideces de las cosas carecían de una tinta que pudiera ser designada con un nombre conocido.

Los tres hombres que presenciaban semejante espectáculo vivían desde su infancia, en aquellos fríos mares, en medio de sus fantasmagorías, vagas y opacas como visiones: sus ojos estaban bien acostumbrados a contemplar los extraños cambios de aquel infinito indefinible, sucediéndose perpetuamente en derredor de su estrecha habitación de tablas.

La embarcación seguía meciéndose lentamente sobre sus anclas, repitiendo siempre su mismo crujido plañidero, monótono, como una canción bretona murmurada por un hombre dormido. Juan y Silvestre habían preparado rápidamente sus anzuelos y sus cordeles de pescar, mientras su compañero abría un barril de sal, y afilando un gran cuchillo se mantenía detrás de los otros dos aguardando el momento de ejercer su cometido.

No tardó en tener ocasión para ello. Apenas habían echado sus cordelillos en aquella agua tranquila y fría, los retiraron con pesados peces de un luciente color gris de acero.

Y siempre, siempre, los bacalaos vivos se dejaban coger con los anzuelos, sin que hubiera intervalos en aquella, pesca rápida é incesante. El tercer marinero abría el vientre de los pescados con su gran cuchillo, los aplastaba, los contaba, los salaba, y los tres contemplaban entusiasmados toda aquella salazón cuyo producto debía ser la recompensa de su trabajo.

Las horas transcurrían monótonas, y con ellas la, luz iba cambiando lentamente, haciéndose más real. Lo que había, sido un crepúsculo lívido, una especie de noche, de verano hiperborea, tornábase, sin intermedio de obscuridad, en algo a manera de, una aurora reflejada por todos los espejos del mar en vagas ráfagas de color de rosa.

-Ten por seguro que debías casarte, Juan -dijo súbitamente Silvestre, con gran seriedad, sin separar la vista de los corchos de su cordelino.

-¿Yo? En efecto, pienso celebrar la boda un día de éstos, pero no con ninguna muchacha del país mis bodas serán con el mar, y os convido a todos al baile.

Juan acompañó su respuesta con la desdeñosa sonrisa que se dibujaba en sus labios siempre que le hablaban de matrimonio.

Nuestros marinos continuaron pescando, porque no había que perder el tiempo en fútiles conversaciones; el barco ocupaba, en aquel momento el centro de una innumerable tribu de pescados, de un banco viajante que llaman ellos, y cuyo desfile duraba desde hacía cerca de dos días. Todos los que componían la tripulación habían velado la noche antes, y en treinta horas habían atrapado más de mil gruesos bacalaos; sus brazos estaban fatigados y se caían de sueño. Puede decirse que sus cuerpos eran los que se mantenían en vela, y continuaban por impulso maquinal las operaciones de pesquería, mientras que por instantes sus espíritus flotaban en pleno sueño. Pero aquel aire del lago que respiraban era puro y virgen como en los primeros días del inundo, y de tal modo vivificante que, a pesar del cansancio, sentían dilatados sus pulmones y frescas sus mejillas.

La luz matinal, la verdadera luz, había concluido por hacer su aparición ; como en los tiempos del Génesis, habíase separado de las tinieblas, que se mantenían allá en el lejano horizonte, formando pesadas masas. Al ver aquella claridad era cuando se daba uno cuenta de que se salía de la noche, y que aquella dudosa claridad de antes, había sido vaga y extraña como la de los sueños. En el cielo, muy cubierto, muy espeso, había, a trechos desgarraduras, como brechas abiertas en la cúpula de una catedral, por las que penetraban grandes rayos plateados teñidos de rosa. Las nubes inferiores estaban dispuestas en una faja de sombra intensa, que formaba el circuito de las aguas, llenando los términos lejanos de indecisión y obscuridad. Daban aquellas nubes la ilusión de un espacio cerrado, de un límite; eran como a modo de cortinas corridas sobre el infinito, como velos tendidos para ocultar misterios demasiado gigantescos, que habrían turbado la imaginación de los hombres.

Aquella mañana en torno del pobre barco que servía de casa flotante a Juan y a Silvestre, el mundo exterior había tomado un aspecto de inmenso recogimiento: se había dispuesto como un santuario, y los haces de rayos que penetraban por las aberturas de la bóveda. del templo se alargaban en reflejos luminosos sobre el agua inmóvil como sobre un pavimento de mármol. Luego, poco a poco, se vió destacarse a lo lejos otra quimera; una especie de recorte elevado color de rosa, que no era sino un promontorio de la sombría tierra de Islandia.

 
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de Pierre Loti

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