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I

Aquella blanda tarde de febrero empezabaaobscurecerse. Las sombras se amontonaban, llenas de misterio y de olores húmedos, por las profundas calles de la gran selva de Othe en la Campagne. Las nubes se arrastraban, pesadas y lentas, casi al rape de los más altos árboles, sin amenaza inmediata de lluvia.

Un momento antes hubiéranse oído los ecos de las trompas, pues los Valtin estaban cazando aquel día; pero los rumores de los cobres, estridentes de cerca se apagaban pronto, débil ruido, enseguida tragado por el enorme silencio de los bosques.

En la plazoleta de la Croix-Marie, cortada por el empedrado de Villeneuve, la larga perspectiva del camino desierto, ondulando en el horizonte de una parteaotra entre inmóviles negruras, medía una pequeña parte de aquellos espacios, en los que se respiraba la agreste paz de la Naturaleza.

En una eminencia cubierta de hierba estaba sentada una vieja; alguna abuela sin duda de una familia rural, que se había sentado para descansar, después de haber buscado leña según se veía por el haz que tenía al lado.

Ensordecido por la tierra movida alfombrada de hojas podridas, oyóse un ligero galope por la vereda próxima. De repente, las herraduras golpearon las piedras y después se pararon. La amazona detenida bruscamente, estaba examinando los alrededores.

La vieja miró, indiferente,aaquella gracia yaaquella juventud, como hacía un momentoala tristeza mágica de la selva cosas familiaresasus ojos y lejanas para su alma. Aquello no le interesaba.

La joven que acababa de detenerse esperandoasus compañeros, era encantadora y montaba con gracia. Una chaquetilla negra indicaba las finas líneas de su busto, y, bajo el ala del honguito de fieltro, su blanca y delicada cara sus hermosos ojos negros coronados de perfiladas cejas, y su estrecha nuca cargada de un pesado nudo de cabello obscuro, ofrecían una rara seducción por su expresión, su elegancia y su penetrante suavidad.

Otras pisadas de caballos golpearon el elástico suelo, y apareció un jinete con levitín y leggings. Después vino una joven vestida con casaca roja y el clásico lampion sobre el cabello rubio. Una linda criatura también, pero de un tipo ficticio, atrevido y sensual, muy diferente de la primera.

-Estamos completamente perdidos... completamente -dijo con mal humor.

-Pues no soy yo quien puede sacaraustedabuen camino -suspiró el jinete.

-Por supuesto, señor Le Bray; ni tampoco Cristina de Feulleres, puesto que ni ella ni usted han cazado nuncaacaballo ni conocen el bosque de Othe. Por otra parte, cuando digo «perdidos» no quiero decir que ignoro mi camino. Pero ¿cómo encontrar la cacería? No comprendoami marido; Andrés es absurdo. Debía enviarnos los picadoresala plazoleta de la Faneuse.

Estaba extraordinariamente ofendida la hermosa señora de Valtin, como se la llamaba en su sociedad de alto lujo y de alta industria. Su marido, Andrés Valtin, el riquísimo fabricante de automóviles -eran los «Valtin» los más veloces del mundo, -pasaba por un excelente director de cacerías en aquel bosque de Othe, cuya caza tenía arrendada. Su mujer, Francisca se jactaba sobre todo, de resucitar las verdaderas tradiciones de la montería y sus pretensiones en este arte eran extremadas. Y había algo de humillante para una persona tan versada en los términos y en los usos, en no haber podido comprender la táctica del ataque ni el lenguaje de las trompas para mantenerasus invitados en buen camino.

En esto la señora de Feulleres notó la presencia de la vieja tan grisácea ó inmóvil en el anochecer, que apenas se la distinguía de las vegetaciones muertas. La amazona hizo dar un paso a su caballo.

-Dispense usted, señora... ¿Está usted aquí hace mucho tiempo? ¿Ha visto usted pasar la cacería?

-¡Qué idea -murmuró la de Valtin, -llamar «señora»asemejante ser!

-¿Cómo la llamaría usted?- preguntó Le Bray.

-No sé... Buena mujer, o nada -dijo Francisca con una mueca de desdén, encogiéndose ligeramente de hombros.

Cristina de Feulleres, que había oído la observación, dirigió involuntariamente una mirada al jinete, y ambos conocieron una vez más qué bien se comprendían. Pero mientras las obscuras pupilas de la joven se inundaban de dulce piedad, las del jinete chispearon de ironía por todas sus luces de oro.

-Nosotros, señorita no tenemos el botón de la cuadrilla; no somos dignos.

-¡Qué gracioso! -dijo la hermosa Francisca con una sonrisa ambigua y ese movimiento de ojos con que estimulabaasus suspirantes. Es de observar que, para ella todo hombre pertenecíaaesta categoría y le gustaba comprender en ella al interesante joven que era Antonio Le Bray, conocimiento muy reciente y, sin embargo, ya casi en su intimidad. Presentado por los Sebourg, hermana y cuñado de Cristina como un amigo ante todo, y también como un arquitecto de gran porvenir, estaba instalado en Otheval, el admirable castillo histórico de los Valtin, para dirigir en él ciertas reparaciones difíciles. Nada más natural que una encantadora dueña de casa y un huésped de veintinueve años, artista ingenioso y de ese tipo meridional fino, moreno y erguido que recuerda la invasión sarracena entrasen rápidamente en mutuas coqueterías.

Ella por otra parte, no pensaba en nada más, y mucho menos él, sobre todo en aquel momento en que la frase tontamente despreciativa respecto de la pobre, denunciaba para el corazón generoso del joven una naturaleza de mujer absolutamente desagradable.

La vieja no había contestado a la pregunta amable, y sin embargo, debió de oírla pues levantó su cara color de arcilla y hendida de arrugas. Pero al ver que los tres jinetes se disponían, después de un corto coloquio, a volver a tomar el camino por donde habían venido, se le ocurrió de pronto decir algo.

-Puede que haya una desgracia -exclamó; he oído voces.

-¡Voces!... ¿ dónde?

La vieja levantó la mano hacia un paseo que desembocaba también en la plazoleta. Su gesto, su aspecto, el silencio en que había caído después de sus alarmantes palabras, produjeron un ligero escalofríoalos cazadores. Aquella mujer parecía una bruja fatídica.

Pero ocurrió algo que los alarmó todavía más.

En la entrada del paseo designado de aquel modo, y por el que ibanameterse, apareció un caballo con silla de mujer. Y aquella silla estaba vacía. El animal llegabaaun trotecillo circunspecto. La posición de sus orejas, su paso y toda su inquieta fisonomía decían más distintamente que la palabra humana de la campesina: «Ha ocurrido una desgracia» Cuando vioasus compañeros, se paró en seco. Después levantó la cabeza y relincho, mientras sus hermosos ojos asustados giraban en la órbita con un reflejo de fuego y de sangre.

Cristina exclamó con acento loco:

-¡El caballo de Antonieta!...

Y se lanzó en la dirección de donde venía el caballo. Pero levantó el suyo con tal ímpetu, que enloqueció al otro, y, sin la prontitud de Le Bray, que lo le agarró prontamente por las riendas que colgaban, el caballo libre hubiera sido para la amazona una peligrosa compañía en la vereda obstruida de ramas.

 
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de Daniel Lesueur

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