https://www.elaleph.com Vista previa del libro "La fuerza del pasado" de Daniel Lesueur (página 5) | elaleph.com | ebooks | ePub y PDF
elaleph.com
Contacto    Domingo 15 de junio de 2025
  Home   Biblioteca   Editorial      
¡Suscríbase gratis!
Página de elaleph.com en Facebook  Cuenta de elaleph.com en Twitter  
Secciones
Taller literario
Club de Lectores
Facsímiles
Fin
Editorial
Publicar un libro
Publicar un PDF
Servicios editoriales
Comunidad
Foros
Club de lectura
Encuentros
Afiliados
¿Cómo funciona?
Institucional
Nuestro nombre
Nuestra historia
Consejo asesor
Preguntas comunes
Publicidad
Contáctenos
Sitios Amigos
Caleidoscopio
Cine
Cronoscopio
 
Páginas 1  2  3  4  (5) 
 

-¿A los Condes de Feulleres? -contestó Valtin en tono alterado. -No, a fe mía; es demasiado delicado. Su marido lo hará si lo juzga conveniente.

-¿Teme usted asustarlos? Pero la situación es tan grave...

-No sólo temo asustarlos sino cometer una torpeza. ¿Cómo está Sebourg con los ancianos? ¿Lo sabe usted de fijo, siendo como es su amigo más íntimo y desde hace más tiempo que yo?

Antonio respondió:

-El enfado está muy atenuado, ahora que Cristina va y viene entre las dos casas y pasa; de vez en cuando tinas semanas con el joven matrimonio. Mientras fue pequeña los Sebourg se esforzaron por ignorarla y tenerla a distancia. Era la enemiga el producto viviente de ese segundo matrimonio que tanto había hecho sufrir a la hija de la primera mujer. Para Gerardo, menos sentimental, era sobre todo (preciso es decirlo) un estorbo venido fuera de tiempo, al que se iría la mitad de la fortuna. Pero Cristina ha crecido y su encanto ha hecho su efecto. ¿Quién podrá tener contra ella un mal sentimiento? Es la bondad y la gracia mismas. Es un ángel esa muchacha...

-¡Calla, calla! -pensó el marido de Francisca a quien el interés de estas explicaciones y el calor del final habían hecho olvidar, como al que hablaba la preocupación urgente del momento.

Pero se lo recordó un incidente muy singular y que en las almas muy excitadas y vibrantes de los presentes tomó en seguida un alcance extraordinario.

En el umbral de la casa del guarda apareció una forma femenina vivamente dibujada sobré el fondo iluminado del interior, y la voz temblorosa de Cristina dijo:

-¿Está por aquí el señor Le Bray?

El joven a quien no había visto a pesar de estar muy cerca de ella se acercó precipitadamente.

-Mi hermana desea hablar a usted, caballero. A usted solo... Venga pronto... está muy mala.

El asombro sumió en el mutismo al grupo de los amigos, es decir, en su mayor parte, de las almas atentas a la vida como los espectadores en la barraca de las fieras, al acecho de sorpresas abominables, en las que haya crueldad, destrozos y dolor. Todos se preguntaban qué podía significar la escena que se indicaba y a nadie se le ocurría la idea tranquilizadora de que la de Sebourg, vivía hablaba y tenía conocimiento. La impresión se acentuó hasta la molestia y fue por eso mismo más deliciosa cuando se vio salir de la estrecha cabaña en la lividez de la noche, primero al médico, después a su amiga Francisa luego al mismo marido, apartándose todos de aquella habitación, una habitación de moribunda sin duda para dejar libre la conversación de aquella joven de veintiocho años con aquel hombre de veintinueve, que no era siquiera pariente suyo.

Pero todos los que encontraban allí eran del gran mundo, pero duchos en el arte de salvar las apariencias y se guardaron muy bien de manifestar con una reflexión, con una actitud ó solamente con el silencio su verdadero estupor y de dejar ver uno solo de los cien comentarios, a cual más malévolos que acudían a su mente.

Todos acudieron solícitos al grupo a enterarse por preguntas emocionadas del estado en que se hallaba su pobre y encantadora amiga.

Francisca se encargó de las explicaciones, pues Sebourg no abría la boca y Cristina dejó, al fin, escapar los sollozos hasta entonces contenidos en el corazón. El médico del pueblo, muy embarazado probablemente, se agarraba a la esperanza de ver llegar pronto a uno de sus ilustres colegas, para lo cual calculaba mentalmente las horas de tren y del trayecto en automóvil desde la estación al castillo y del castillo a la casa del guarda.

La de Valtín aseguraba que no había que exagerarse la gravedad de la herida Lo más alarmante no era la herida de la frente, sino un chorrito de sangre que persistía en escaparse por la oreja. Pronunció las palabras de lesión transversal y operación del trépano; pero nada de esto es mortal hoy en día. ¡La cirugía es tan maravillosa! Steinnetz, que hacía milagros, salvaría ciertamente a la pobre Antonieta. Por otra parte, era posible que el cráneo estuviese intacto, pero el terrible choque había sumido a la infeliz en un síncope tan semejante a la muerte, que los había asustado a todos. Una inyección de éter la había sacado de aquel letargo. Había conocido a los que la rodeaban y no había dicho nada acerca de su accidente, pero creyóndose perdida acababa de reclamar de un modo insistente la presencia del señor Le Bray, a quien quería hablar a solas.

La de Valtin detalló este hecho con un tono de inocencia y de sencillez peor que todas las insinuaciones. El marido de Antonieta con la cara impenetrable y los ojos fijos, no pareció oír. Para no caer en un silencio demasiado significativo, se volvieron hacia el médico en cuanto se calló Francisca.

¿Verdad que no se debía temer lo peor desde el momento en que la herida había recobrado ya la fuerza de hablar y una lucidez tan perfecta? El doctor murmuró algunas frases poco claras. No había nada desesperado. La juventud tiene tantos recursos... y sin ninguna lesión...

No pudo acabar su discurso. Antonio salió corriendo de la casa a reclamar ayuda. La de Sebourg acababa de perder el conocimiento.

Esta vez ninguna inyección de éter debía reanimarala desgraciada Antonieta. Apenas entreabrió los ojos, no habló más y expiró en la noche.

Cuando más adelante, Francisca Valtin quiso saber por la mujer del guarda las circunstancias que ésta hubiera sorprendido durante la corta conversación de la moribunda con Antonio, supo solamente que la pobre señora habla querido escribir. El caballero ofreció su librito de apuntes; pero como no encontraba el lápiz había pedido uno. Al llevárselo, había visto a la herida un poco incorporada sostenida por el caballero y disponiéndose a escribir con una voluntad y una energía increíbles. Aquel esfuerzo tan imprudente fue, de seguro, lo que le hizo desmayarse.

-¿Antes de escribir? -preguntó Francisca.

-Después de haber escrito unas palabras -respondió la mujer del guarda.

 
Páginas 1  2  3  4  (5) 
 
 
Consiga La fuerza del pasado de Daniel Lesueur en esta página.

 
 
 
 
Está viendo un extracto de la siguiente obra:
 
La fuerza del pasado de Daniel Lesueur   La fuerza del pasado
de Daniel Lesueur

ediciones elaleph.com

Si quiere conseguirla, puede hacerlo en esta página.
 
 
 

 



 
(c) Copyright 1999-2025 - elaleph.com - Contenidos propiedad de elaleph.com