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Gerardo de Sebourg, con la casaca de caza era un jinete magnífico. Hasta en un salón, vestido de frac ó de smoking, chocaba por el contraste entre su tipo de fuerte raza y las siluetas menudas, demasiado finas, si no ridículas de los elegantes de hoy. Tenía más de seis pies de estatura anchos hombros y un soberbio aspecto, aunque los treinta años empezasen a engordarle, La cara era regular, un poco maciza con frente estrecha bajo espesos cabellos negros y rizados; fuerte bigote, cierta animalidad en la pesada mandíbula inferior, ojos llenos de una llama obscura que se hacía fácilmente ruda y casi salvaje en las contrariedades. Tal como era con el misterio de su boca sensual y silenciosa y sin tomarse el trabajo de expresar ideas, sentimientos, un corazón o una inteligencia que acaso no tenía Sebourg habla tenido innumerables éxitos con las mujeres. Pero no tenía por ello vanidad alguna. Decía que le fastidiaban. El placer que podía obtener en su compañía no le parecía aceptable más que con el mínimum de molestias posible. Por eso, hasta que a la de Valtin se le puso en la cabeza convertirle en cosa suya las infidelidades conyugales de Gerardo, si existían eran de esas que una mujer como Antonieta ignora ó desdeña. Perol hacía poco tiempo, las empresas de Francisca contra la dicha relativa de su amiga se habían hecho casi notorias.

Se aproximaban al lugar siniestro. Los dos amigos que seguían a Sebourg y a Francisca acortaron el paso, acaso por distracción, acaso porque habían cambiado una mirada cuyo sentido trataban los dos de profundizar.

Entre los dos hombres hubo un coloquio en voz baja:

-¿Dónde se ha reunido con nosotros Sebourg?

-En las Bruyeres, donde saltó el ciervo. Gerardo le vio el primero...

-Cerca de Fontaines-Closes... Y volvía solo. ¿No se había marchado con su mujer para tomar un atajo?

-Ciertamente. Oí que su mujer le decía: «Yo no me separo de ti, Gerardo»

Cambiaron otra mirada más expresiva que la primera y estas palabras vacilantes:

-¡Oh! no... con todo... finalmente, esta reflexión:

-¡Asombroso!... Esta que viene a anunciarle delante de nosotros...

Y ciertos movimientos de cabeza comentaron el «ésta» y la coincidencia por lo menos extraña.

Todos se agrupaban ahora alrededor de la desgraciada Antonieta que no había recobrado el conocimiento. Pero un poco de agua fresca encontrada por Antonio en el hueco de una piedra y en la que había mojado el pañuelo, había restañado ligeramente la sangre y se distinguía mejor la herida. La frente estaba horriblemente magullada y abierta por encima de la ceja derecha. Una rama sin duda con la cual había tropezado rudamente su cabeza en el fuego de la carrera y con la violencia del caballo.

Su marido, inclinado hacia ella trataba de percibir su respiración y la manejaba con una dulzura de mujer. Los que quisieron sorprender algo en la fisonomía de Gerardo quedaron chasqueados pues sus facciones, de una gravedad casi triste, no tenían que hacer mucho para caer en la tristeza y su expresión, tan poco cambiada no revelaba nada. De repente, contrajo sus brazos de atleta y levantó a la herida como a una niña.

-Yo puedo llevarla bien -dijo, -hasta la casa del guarda. Estaba a dos kilómetros y quisieron ayudarle, pero él rehusó. En la plazoleta apareció el break, que llegaba a todo escape, seguido de toda la cacería a la que tocatas enloquecidas habían reunido allí en las primeras tinieblas de la noche.

La vieja que recogía leña no se había movido de su puesto y miraba las ¡das y venidas, las caras asustadas, los gestos de estupor y aquella forma inanimada que estaban colocando con precaución en el coche, sin que sus ojos tiernos expresasen más que una vaga curiosidad mezclada con cierta ironía.

En el momento en que el break, echaba a andar acompañado por los cazadores y por unos cuantos perros, que no comprendían semejante abandono de la caza alguien se acercó a la campesina.

-Diga usted, buena mujer, ¿qué es lo que usted sabe? Ha debido usted oír algo.

-Han gritado -respondió.

-¿Quién?... ¿Cómo?... ¿Qué gritaban?...

La vieja no respondió.

-¡Cuidado!... Reúna usted sus recuerdos, porque, acaso, se le pedirá su testimonio.

-¿Quién? -preguntó la vieja desconfiada.

-La justicia si hay sospechas de crimen.

Aquellos viejos labios se torcieron en una rara sonrisa.

-¡Bah! ¿Acaso los ricos cometen crímenes?... Se arreglan entre ellos y pagan a los jueces... No hay miedo de que yo me meta en semejantes historias, donde no hay más que malos resultados para los pobres.

Menos de una hora después, un médico del país, llevado a gran velocidad en automóvil, examinaba a la herida echada en la cama de la casa del guarda.

Alrededor de ellos no había en el cuarto, además de la servicial dueña de la casa más que Sebourg, Cristina y la de Valtin.

El marido de esta última Andrés Valtin, con su traje de director de cacería y su trompa en bandolera estaba sentado fuera de la casilla con la barba caída contra su casaca roja y un aspecto de consternación decente, pero echando pestes en su interior con todos los juramentos que alivian una excesiva contrariedad.

Era cargante, por vida del diablo; muy cargante... Una temporada de caza perdida... Su buena amistad con Sebourg y sus alegres expediciones echadas a perder por las jeremiadas el luto y todas las farsas. Las cosas lúgubres no le sentaba nada bien ¡Qué torpe la tal señora de Sebourg! Una amazona mediana... Una mujer de trapo con manos de manteca que no había sabido sujetar su caballo. ¡Mil truenos! ¡El primer accidente que Ocurría a la cuadrilla Valtin!... ¡Qué mala sombra!...

Alrededor, en la noche, siluetas de hombres y caballos. Nadie hablaba nadie se movía; todos esperaban. De vez en cuando, el piafar de un caballo nervioso, un gruñido de perro y la reprimenda murmurada por un doméstico. Mas allá, la obscuridad, el silencio, la glacial frescura... Kilómetros y kilómetros de selva nocturna.

Las imaginaciones, hipnotizadas por el hecho trágico pensaban en aquel camino perdido entre mil, donde habla un poco de sangre en la hierba y en las piedras. Entre la multitud enmarañada de las ramas, había una en actitud siniestra la inmutable actitud del árbol mortífero contra el cual se había aplastado como un fruto aquella dulce frente de gracia y de amor, en la que nadie ya posaría unos labios embriagados.

Alguien menos capaz que los otros de dominar u ansiedad, se acercó a Valtin. Era Antonio Le Bray, el joven arquitecto. Tenía de la brida un caballo, que, acaso, no era el suyo, pues todos los cazadores se habían apeado en un completo desarreglo. Antonio se ofreció a volver a montar, a correr a cualquier parte, al telégrafo, al castillo, a llevar una orden o un mensaje. No podía soportar el estarse quieto, sin hacerse útil.

-Gracias, todo está hecho -dijo el industrial en tono triste. -El picador está en Otheval, para telefonear a Steinnetz y a Tournaire. (Dos eminencias de la medicina y de la cirugía). Si el doctor de aquí juzga transporable a esta pobre mujer, vamos a llevarla al castillo en él eléctrico. Es más cerca que a su casa. Dos hombres galopan hacia Aix-en-Othe con telegramas urgentes. No veo... Además, querido Le Bray, usted no conoce el país.

-¿Se ha telegrafiado a sus padres? -preguntó el joven.

 
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de Daniel Lesueur

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