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La entonación sorprendió a Antonio. También le chocó la prisa fríamente curiosa con que impulsó su caballo y dirigió la primera mirada limpia y ávida a aquella cara de amiga a aquella tierna cara de joven de cutis más fino que un pétalo de flor, dé facciones dulces y delicadas y manchado de sanare hasta el punto de no distinguirse dónde acababa la herida de la frente y de la sien. ¡Qué singular tranquilidad, después de los aspavientos de hacía un instante!

-¡Ah! señora... Diga usted al señor Le Bray dónde encontrará socorros. Usted conoce el terreno; ayúdenos -suplicó Cristina.

Aunque en el extravío de tal minuto, Cristina observaba la dureza de actitud de aquella mujer a caballo, cuya postura de cuerpo y de riendas no había sido modificada por un estremecimiento y cuyo busto, rígido como el de un teniente en la parada miraba aquel espectáculo intolerable con la vista fija bajo los párpados entornados y solamente con un poco de palidez en las mejillas y en los labios.

Las súplicas de la joven recordaron a Francisca su papel. Dijo unas cuantas palabras de lástima y añadió decidiéndose:

-Voy yo misma a buscar alguien; el señor Le Bray se perdería y sería demasiado largo explicarle... Conozco una casa de guarda muy cerca. Y acaso encuentre a nuestra gente. Valor, Cristina. Antes de un cuarto de hora tendrá usted socorros.

Fue aquello prontamente dicho y más prontamente ejecutado. Francisca Valtin, frágil muñeca poseía un organismo de acero. Al decir la última palabra estaba ya lejos en una galopada vertiginosa. Montada en un caballo rápido y seguro, uno de esos animales que ella sabía escoger y hacer domar a fin de billar en la caza con el mínimun de dificultad y de peligro, era para ella un juego aquella carrera. Acaso también la lanzaba con más vehemencia en el espacio algo violento y excitante que se había desencadenado en ella. Sus ojos de reflejos verdes brillaban, y sus delicadas narices palpitaban con un vivo aliento. La oleada de la vida era potente en sus venas. Durante su fuga febril la gran selva la rodeaba llena de silencio y ya crepuscular.

Al dar una vuelta se levantó un poco de viento que traía ecos de tocatas. Francisca apercibió el oído; pero vio ponerse tiesas las orejas del caballo y se fió más de ellas. Orientándose poco más o menos, soltó las riendas y el caballo partió con más velocidad todavía cortando por el bosque. Un instante después aparecieron enfrente de ella las casacas rojas en lo alto de tina cuesta.

Los jinetes vieron aquella amazona sola y se precipitaron hacia ella; pero uno ganó a los demás en velocidad. Aquel debía conocerla aun de muy lejos y se reunió con ella a doscientos metros delante de los otros.

-Gerardo, es usted aterrador y le adoro...

-¡Francisca! -exclamó el hombre palideciendo.

-Desconfíe usted ahora y salve nuestra dicha que será divina. Ya no le haré sufrir más.

-¿Qué dice usted?

-Ya no seré más celosa aunque ella sobreviva.

-¿Quién?

-Antonieta.

Sebourg dio un grito y los otros cazadores le rodearon. La de Valtin admiró su habilidad, pues pareció que sabía por ella el accidente ocurrido a su mujer. Su emoción se manifestó tan espontánea y expresiva a pesar de su natural reconcentrado, que la misma Francisca estuvo un momento por creer en ella. Pero no. Puesto que se representaba la tragedia ella quería tomar parte plenamente en ella con todo su orgullo, con toda su imaginación y toda su nervosidad. Era al mismo tiempo una primitiva de las cavernas y una descompuesta de la excesiva civilización aquella linda criatura de casaca roja y de cabello tan bien dorado y ondulado, aquella mundana que refinaba todos los refinamientos, no encontrando todavía en la extravagancia del lujo moderno bastantes adornos ni bastantes ritos para su cuerpecito de actitudes y flexibilidades felinas. El pensar que el hombre cuyo amor exigía hubiese, si no matado a su mujer, expuesto la al menos a algún mortal accidente para que las sospechas de la esposa legítima no estorbasen su intriga le producía una embriaguez malvada y deliciosa. Veía ya las leyendas que circularían en torno de ese drama por todos los salones, donde todo se admite y aun las peores infamias encuentran excusa con tal de que estén cubiertas de oro. Francisca descontaba de antemano una especie de gloria atroz. Un crimen cometido por la hermosa señora de Valtin... Eso sí que fanatizaría a los hombres. Eso despojaría de todo sabor los éxitos de las demás mujeres...

-¿Dónde está, Dios mío? -preguntó Gerardo. -¿Qué esperáis? Llevadme.

Francisca hizo una observación bastante oportuna.

-Quédese usted aquí -mandó a uno de los cazadores. -Tiene usted los mejores pulmones. Tocará usted «la carretela de las damas» Cuando venga el break, nos lleva enseguida. Nosotros tocaremos allí llamadas de trompa para guiarles. Es en el camino que va de Fontaines-Closesala encrucijada de la Croix-Marie.

Al oír esta indicación, Gerardo echó a correr.

Francisca se puso enseguida de un salto a su lado, pero otros les siguieron de cerca. Imposible cambiar una palabra.

La de Valtin echaba miradas furtivas al hombre que galopaba a su lado, el marido que ella estaba empeñada en robar a su amiga... ¡Cómo la subyugaba en aquel minuto! Hubiera realizado actos de locura a una sola palabra suya. Hubiera huido de aquel bosque, proclamando una complicidad mortífera y arriesgando todos los peligros. Se hubiera arrojado del caballo para arrodillarse delante de él... No era que le amaba en el sentido apasionado o sentimental de la palabra; pero tenía esa embriaguez nerviosa próxima de la demencia que a las naturalezas femeninas desequilibradas les parece la exaltación misma de la vida.

Graciasaese vértigo fisiológico, la de Valtin, que no tenía más manera de gustar la vida que un frenesí de vanidad y de placer, se creyó transportada a las cimas más heroicas de la pasión. La abominable aventura de aquel día la sangre, la muerte, el crimen acaso, y también la sombría y hermosa cara de Gerardo y la mezcla de elegancia y de brutalidad, de misterio y de sensualidad imperiosa que flotaba sobre aquel hombre, esto era el haschich en que giraba aquel pobre cerebro femenino.

 
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de Daniel Lesueur

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