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-¡Dios mío! -exclamó la de Valtin con una voz que sonóafalso. -¿Qué ha sucedidoaesa pobre señora de Sebourg? Ayúdeme usted, señor Le Bray; creo que me voyadesmayar.

-¡Téngase usted, señora y tengaasu caballo! -ordenó casi brutalmente el arquitecto.

El joven sintió que le exasperaba aquella mujer amanerada que complicaba la situación. Haciendo como que se desmayaba dejaba de tener en la mano a su caballo, excitado por aquella escena y que amenazaba desbocarse queriendo seguir el galope de su compañero.

Antonio, cuya alma se iba detrás de la joven por aquella calle brumosa en el rojizo invierno de los bosques, por la que Cristina corríaaalguna emoción horrible, tuvo, sin embargo, que atender primero al embarazo inmediato. Se apeó, y después de haber preguntado en vanoaaquella vieja rara si sabría tener un caballo, atóaun árbol por la falsa rienda aquél de que se había apoderado. Después se aseguró de que Franciscaapesar de su modo de volver los ojos verdes bajo las cejas negras y de crispar la temblorosa mano sobre el suave relleno de su casaca roja seguía perfectamente, dueña de sí misma y de su caballo, y montando el sólido irlandés que las cuadras Valtin le prestaban aquel día echóacorreratoda rienda detrás de la señorita de Feulleres. Antonio no era un hombre de sport. La habilidad que probaba dependía de sus cualidades naturales de energía de agilidad y de presencia de espíritu, estimuladas por el apasionado interés que le inspiraba Cristina. La poca equitación que recordaba era un resto de un viajeaGrecia realizado por cuenta del Gobierno cuando era pensionista de la villa Médicis, en Roma. Como primer premio, había aprovechado la facilidad que le ofrecía de pasar fuera de Italia una parte de los cuatro años privilegiados. Su gusto por los ejercicios físicos se había desarrollado en el curso de sus viajes. Y, aunque no hubiera montado a caballo, no hubiera resistido aquella mañana al amable ofrecimiento de los de Valtin, que poníanasu disposición una de sus soberbias bestias para irauna cacería en que tomaba parte la cuñada de su amigo Sebourg. Cristina de Feulleres, en el poco tiempo que la conocía ocupaba su pensamiento un poco más de lo que él mismo juzgaba razonable.

En aquel momento, Antonio, se dejaba llevar por su caballo, el cual, una vez recibida la indicación, había salido en línea recta y al más fogoso galope. El valiente animal esperaba ver pronto las casacas rojas, cuyo solo aspecto le hubiera hecho precipitar su paso, ya tan rápido, y oír las tocatas, que él, con su segura memoria distinguía tan infaliblemente como los mozos de jauría. El caballo sentía una confusa vergüenza al ver que se había perdido la cacería y al echar de ver la ignorancia del jinete de ocasión instalado en su lomo. Pero como ese jinete no tenía en los tacones irritantes espuelas y le dejaba en libertad de boca y de cuello, le llevaba sin mal humor,agrandes y fáciles galopadas, saltando los obstáculos sin esperar que se le rogase y entregándose magníficamenteasu vocación de velocidad.

No fue muy lejos. Por sí mismo, yadespecho de su ardor desenfrenado, se paró bruscamente con las cuatro patas pegadas al suelo, las orejas tendidas y las narices palpitantes de espanto. El que le montaba hubiera intentado en vano obtener de él semejante prudencia. Pero el caballo, aun en plena velocidad de caza tenía demasiada inteligencia y generosidad para pasar como una fuerza bruta e inerte delante de aquella escena angustiosa allí, en la orilla del camino... aquellas dos formas de horror y de dolor, de las que partían sollozos, gritos e interrogaciones conmovedoras.

Antonio, con el corazón contraído de angustia se apeó del caballo y se acercó sin atreverse a preguntar:

-¿Está muerta?

Esta era por otra parte, la pregunta que formulaba la voz doliente de Cristina:

-¡Antonieta!... ¡Antonieta mía!... Háblame... Respóndeme... Dime que me oyes... ves todavía...

¡Cómo!... Era la realidad, aquella escena inverosímil y desgarradora... Aquella joven inanimada caída en el suelo, con la frente ensangrentada bajo sus cabellos rubios... sola... sola... y a la que su propia hermana acababa de encontrar allí, por una fatalidad atroz, en una partida de placer, en la que había veinte jinetes, sin contar los lacayos y los curiosos de los alrededores... ¿ Cómo era posible? ¿por qué aquel aislamiento increíble de la señora de Seboura? El estupor paralizó un instante a Antonio. Después vino la reacción y el profundo enternecimiento por Cristina.

-Señorita se lo suplico a usted; cálmese; déjeme ayudarla... Vamos a ver... no es más que un desmayo; la herida no parece tan grave...

-¡Oh! señor Le Bray, coja usted su caballo, corra usted, cójalo... ¿Qué vamos a hacer si se escapa? Estamos tan lejos... Vaya usted a buscar socorros... ¡Un médico, Dios mío!... Y no hay nadie con nosotros que tenga una trompa para tocar llamada...

Cristina cambió de posición y se arrodilló para apoyar en ella la cabeza de Antonieta.

La herida llevaba la casaca roja porque tenía el «botón» de las cacerías Valtin, ese privilegio de gran elegancia de que hablaban hacía un momento Antonio y Cristina.

Gerardo de Sebourg era miembro del consejo de administración de la sociedad de Automóviles Valtin, puesta en comandita a la muerte del fundador, hermano del director actual. Sebourg se ocupaba directamente del negocio, organizando la gran publicidad, encargándose de las relaciones con la prensa y dirigiendo las cuestiones litigiosas y de lanzamiento. Era vagamente literato, había estudiado derecho y poseía grandes relaciones, pues pertenecía a la antigua aristocracia que conserva todavía su prestigio, por él y por su mujer, hija mayor del Conde de Feulleres. Por todas estas razones se imponía en las redacciones, que le gustaba frecuentar, y, no menos, en la sociedad de advenedizo sa que pertenecía su jefe. Habiendo comprado una propiedad próxima al castillo de Otheval, aquella magnífica construcción del Renacimiento, que se llamaba corrientemente Othevaltin, sostenía en ella caballos de caza lo que le permitía tomar parte en las cacerías.

Allí era donde estaba hacia quince días su cuñada Cristina que no había nacido de la misma madre que Antonieta sino de otra Condesa de Feulleres.

El placer de la cazaacaballo, nuevo para la joven tomaba hoy y para siempre una trágica significación en su recuerdo.

Antonio entretanto, había cogido maquinalmente las riendas de su caballo y vacilaba confuso. Era preciso, sin duda ir a buscar socorros... ¿Pero cómo? No conocía ningún camino del bosque y no descubriría a nadie, pero, aun admitiendo que tuviera la suerte de un encuentro, ¿cómo volver a este sitio que se parecía a todos en una superficie de veinte mil hectáreas?

En la perspectiva de la vereda vio a Francisca Valtin que veníaaun trote acompasado, y aunque Antonio no se hacía ilusiones sobre el egoísmo que acorazaba a la linda mujer, su impulso fue prepararla e impedir que viese bruscamente aquella cabeza horriblemente herida que cubría de sangre la falda y las manos de Cristina.

El joven corrió a pie, abandonando su caballo que se defendía.

-Señora... Una horrible desgracia... la pobre señora de Sebourg...

-¡Antonieta!... ¡Cómo!... ¿Herida?...

Antonio bajó la voz:

-Temo que algo peor...

-¡Muerta!

 
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de Daniel Lesueur

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