-Hola, cómo estás.
Camina hasta la mesita y otra vez saca de un botiquín unos
guantes horribles de látex. Mientras se los pone me pide que apague el
cigarrillo, me abra la camisa, me saque el corpiño y me acueste en la camilla
boca arriba. ¡Ah! si Juan me pidiera las cosas con esa firmeza, sin dudar, como
un hombre. Víctor se para en frente mío, está esperando que saque mis manos de
encima de mis pechos mientras termina de acomodar los guantes en sus dedos. No
termino de acostumbrarme a sus masajes. Él mira mis tetas como un pianista
miraría el teclado de un piano.
Desde el ventilador de techo se deben ver las manos enguantadas
y encremadas circulando por mis pechos, mis ojos cerrados y la calvicie
incipiente onda cura franciscano de Víctor. Dudo que lo disfrute, con la
cantidad de tetas que debe tocar por día. Tal vez esté dudando si violarme o no
en este instante. O mejor aún, está esperando que yo tome la iniciativa. No,
estoy tan gorda. Ya no llegan sonidos de la calle, como si el mundo se hubiera
paralizado por mis masajes, la mitad apostando que voy a terminar excitada, la
otra mitad apostando que no. Las paredes están llenas de pequeñas manchas de
humedades Y el techo también se está descascarando. Dios, basta sólo echar un
vistazo para darse cuenta que este lugar se está derrumbando lentamente. El
próximo mes se cumplen cinco años del remate de nuestra casa y del campo allá en
Venado. Podría decirle a Víctor: "Es tanto lo que mi familia ya no tiene" con un
tono de voz grave y melodramática. ¿Para qué? Pensaría que es una manera
rebuscada de pedir un descuento y él tendría que decirme que no se ocupa de la
parte comercial. Ahora que lo pienso, cuando nos sacaron los bienes nos tendrían
que haber sacado también el apellido.
El ventilador se sacude al girar sobre nuestras cabezas.
¡Mierda! Mis tetas merecen un escenario mejor para su puesta a punto. Tengo
muchas ganas de fumar. Víctor, sin detenerse me dice: después. Qué velocidad, ni
había empezaba a extender mi brazo para alcanzar la mochila arriba de la silla.
Lo dice con una voz suave, firme y tranquilizadora que no da lugar a discusión.
Si hay algún momento propicio para tomarme las cosas con calma y paciencia es
éste si no fuera que su "después" me pone de muy mal humor. Odio que los hombres
me limiten o me den órdenes como si fuera un reflejo instantáneo que les surge
al entrar en contacto conmigo. Juan no me da órdenes pero sólo porque le da
mucha fiaca o por desinterés. En realidad lo que me irrita es que Juan trabaje
medio día en algo que no le gusta, gane plata que no le alcanza y a sus
veintiséis años haga una vida de adolescente que ni sus amigos aprueban. Siempre
fue un poco inmaduro, un poco nene. Si fuera por él, yo aún sería virgen. A
veces me pregunto si aún lo soy. ¿Qué tiene que ver el amor con la virginidad?