Acababa de salir desesperado de la biblioteca, cuando encontré al amable administrador de la Academia Nacional, que estaba charlando en un descanso de la escalera con un viejecito muy movedizo, y bien puesto, a quien me presentó enseguida. El señor administrador estaba al tanto de mis investigaciones y sabía con qué paciencia había tratado en vano de descubrir el retiro del juez de instrucción del famoso asunto Chagny, el señor Faure. No se sabía qué había sido de él, y si estaba muerto o vivo; y hete aquí que, de regreso del Canadá, donde acababa de pasar quince años, su primera diligencia en París habla sido ir a pedir un sillón de favor en la secretara de la Opera. Aquel viejecito era el mismísimo señor Faure.
Pasamos buena parte de la noche juntos y me contó el proceso Chagny tal como lo había entendido. Había llegado a la conclusión, por falta de pruebas, de que el vizconde se había vuelto loco y de que la muerte de su hermano había sido accidental, pero le quedaba la presunción de que entre los dos hermanos debió haber un drama terrible a propósito de Cristina Daaé. No supo decirme qué habla sido de Cristina, ni del vizconde. No hay para qué decir que cuando le hablé del Fantasma se limitó a reír. El también había sido puesto al tanto de las singulares manifestaciones que parecían atestiguar la existencia de un ser excepcional, que había elegido domicilio en uno de los rincones más misteriosos de la Opera, y había conocido la historia del "sobre", pero no había visto en todo eso nada que mereciera llamar la atención de un magistrado encargado de instruir el asunto Chagny, y apenas si había escuchado durante unas instantes la deposición de un testigo que se presentó espontáneamente para afirmar que habla tenido ocasión de encontrarse numerases veces con cl Fantasma. Este personaje -el testigo -era un individuo que en todo París se lo conocía por cl persa, siendo popular entre las abonadas de la Opera. El juez lo había tomado por un iluminado.
Puede imaginarse cuán prodigiosamente me interesaría esa historia del persa. Quise encontrar, si es que eso era todavía posible, a ese precioso y original testigo. Favoreciéndome por fin la buena suerte, conseguí descubrirlo en su pequeño departamento de la calle de Rívoli, que ocupaba desde aquella época y en cl que habla de morir cinco meses después de mi visita. En un principio, desconfié; pero, cuando cl persa me hubo cantado, con un candor infantil, todo lo que sabía personalmente del Fantasma y me hubo dado en plena propiedad las pruebas de su existencia, y sobre todo la extraña correspondencia de Cristina Daaé, correspondencia que iluminaba con una luz tan deslumbrante su espantoso destino, ya no me fue posible dudar. ¡No! ¡No! ¡El Fantasma no era un mito!
Ya sé bien que se dirá que toda esa correspondencia quizá no sea auténtica, y que pudo ser toda forjada por un hombre cuya imaginación hubiera estado alimentada por los cuentos más seductores, pero felizmente he podido conseguir cartas de Cristina ajenas al famoso legajo, y he podido, por lo tanto, entregarme a un estudio comparativo que ha disipado todas mis vacilaciones.
He podido también hacer averiguaciones respecto del persa, y convencerme de que era un hombre honrado e incapaz de inventar una maquinación que hubiera podido extraviar a la justicia.
Ese es, por otra parte, el parecer de las más graves personalidades que han estado más o menos mezcladas en el asunto Chagny, que han sido amigas de la familia Chagny, a quienes he expuesto todos mis documentos y ante los cuales he desarrollado todas mis deducciones. He recibido por ese lado las más nobles palabras de aliento y voy a permitirme reproducir con este motivo, algunas líneas que me han sido dirigidas por cl general D...
"Señor:
"No tengo palabras con qué incitarle a publicar los resultados de su encuesta. Recuerdo perfectamente que algunas semanas antes de la desaparición de la gran cantante Cristina Daaé, y del drama que enlutó a todo el faubourg Saint-Germain, se hablaba mucho en el foyer de la danza, del Fantasma, y creo que no se dejó de hablar de él sino después que estalló ese drama que ocupó a todos los espíritus; pero si fuera posible, como pienso, después de haberle oído a usted, explicar el drama por medio del Fantasma, le ruego, señor, que nos hable usted de él. Por misterioso que en un principio pueda parecer, siempre será más explicable que esa sombría historia en que las gentes malintencionadas han querido ver hacerse pedazos, hasta morir, a dos hermanos que se adoraron toda su vida...
"Reciba las expresiones, etc..."
En fin, con mi expediente en la mano, había recorrido de nuevo rudo cl vasto dominio del Fantasma, el formidable monumento de que había hecho su imperio, y todo lo que mis ojos habían visto, todo lo que mi espíritu había descubierto, corroboraban admirablemente los documentos del persa, cuando un hallazgo providencial vino a coronar definitivamente mis trabajos.
Se recordará que hace poco tiempo, al cavar cl subsuelo de la ópera para enterrar las voces fonografiadas de los artistas, el pico de los obreros puso a descubierto un cadáver. Pues bien, yo obtuve enseguida la prueba que ese cadáver era el del Fantasma de la Opera. Le hice palpar esa prueba al propio administrador del teatro, y poco me importa que los diarios digan que esos restos eran los de una víctima de la Comuna.
Los infelices que fueron muertos durante la Comuna, en los sótanos de la Opera, no están enterrados en ese punto; puedo decir dónde están esos esqueletos, bien lejos de esa cripta inmensa que, durante el sitio, fue convertida en depósito de provisiones. He hecho esta averiguación precisamente al buscar los restos del Fantasma de la Opera, que no hubiera encontrado sin esta casualidad inaudita del entierro de las voces vivas.
Pero hemos de volver a hablar de ese cadáver y de lo que conviene hacer con él; ahora me interesa terminar este imprescindible prefacio, dando las gracias al comisario de policía señor Mifroid (que fue llamado a hacer las primeras indagaciones cuando la desaparición de Cristina Daaé), al secretario señor Remy, al ex administrador señor Mercier, al antiguo maestro de canto señor Gabriel y más particularmente a la señora baronesa de Castelot-Barbezac, que fue la pequeña Meg (de lo que no se sonroja), la más encantadora estrella de nuestro admirable cuerpo de baile, la hija mayor de la honorable Mme. Giry -antigua acomodadora ya privada del palco del Fantasma -quienes me prestaron el más útil concurso, y gracias a los cuales voy a poder revivir junto con el lector, en sus más pequeños detalles, aquellas horas de puro amor y de espanto.