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Me asomé a una de las ventanas traseras. Un jardín en la lejanía. Una palmera esbelta, elegante, ubicada detrás, en el centro de ese límite, donde finalizaba el terreno. Algunas plantas aún podrían salvarse, y del resto me ocuparía yo. Aunque con seguridad en algún sector necesitaría la ayuda de Darío. Tendría que aprovecharlo, antes de que finalizaran los pocos días que había tomado de vacaciones para la mudanza. No lo podía creer, en el medio del patio embaldosado había un aljibe y el arquitecto que había remodelado la casa lo había dejado impecable.
–Estoy muerto –dijo Darío, tirándose en un sillón.
–¿Te imaginás si esto lo hubiéramos tenido que hacer solos? Una empresa de mudanzas y estamos de cama –dije.
–Sí, empresa de mudanzas, pero tenés que estar atrás en todo. Mirá si no te fijabas en la lámpara de pie que compraste en la subasta, con la delicadeza que la trató el grandote ése –dijo mi marido.
Me senté, también estaba cansada, pero la alegría de estar por fin en una casa, y nuestra, lo superaba todo. Adiós al departamento, las reuniones de consorcio, renegar por el ruido de los vecinos, el ascensor que no anda... Aquí sí estaríamos cómodos y tranquilos.
–Ahora será mejor que le diga a Elsa que me ayude un poco a ordenar. La noche se nos viene encima y no hay una sola cama tendida.
–Dejá, después las ayudo y entre los tres lo hacemos. Mejor nos cambiamos y vamos a comer algo. En la esquina hay un restaurante. Me muero de hambre y creo que todos estamos igual –dijo Darío.
–Sí, la verdad, tenés razón. Elsa y los chicos deben estar iguales. Para unos y para otros fue un día muy movido.

 

El tiempo transcurrió y de alguna manera todo fue acomodándose, aunque una mudanza parece que no se acabara nunca. Darío volvió a su trabajo, los chicos a la escuela. Mi rutina tardaría un poco más en volver, a pesar de la ayuda inestimable de Elsa que, tan perdida como yo en la casa, intentaba por todos los medios alivianarme la ubicación de tantas cosas que todavía no encontraban su sitio. Porque, por mucho que intentemos darle un lugar a los muebles, éstos parecen tener vida propia y terminan ubicándose donde mejor les place.
La casa iba incursionando en nuestras vidas y apoderándose de cada uno. No de una manera malsana, sino llevándonos a su propio ritmo, con la alegría de pertenecerle.
Adriana, siempre ocupada, corriendo de un lado a otro en la sección de arte de la editorial, a un mes de vivir en la casa, aún no nos había visitado. Todas las noches al hablar por teléfono, costumbre adquirida desde nuestra adolescencia, me prometía venir muy pronto. Hasta que una mañana, sin previo aviso, hizo su irrupción. Hablando en voz muy alta, como siempre, la escuché desde la cocina conversando con Elsa.
–Hola, aquí llegó la alegría. Buen día, amiga –dijo Adriana.
–Hola, no te escuché ni tocar el timbre. Estoy concentrada leyendo el diario.
Entraba sacándose su capa, accesorio indispensable de su vestimenta, a pesar de estar entrando en primavera, y la arrojó junto a la cartera en la mesada, al descuido, típico en ella.
–Besito –dijo, acercando sólo su cara–. No toqué timbre. Entré con Elsa que terminaba de barrer la vereda. Pero, qué lindo quedó todo.
–Falta, falta. Va queriéndose acomodar.
Café y tostadas de por medio comenzamos a entremezclar temas, como si hiciese meses que no hablábamos. Después nos levantamos para recorrer la casa.
–La verdad: no parece la misma que vinimos a ver, ¿hace cuánto?, ¿un año?
–Sí, parece mentira cuánto tiempo pasó. Pero no deben sorprenderte tanto los arreglos. Mientras estuvieron los albañiles viniste algunas veces y luego ayudaste bastante en algunos detalles.
–Sí, en algunas cosas participé pero, si no vine más seguido es por mi trabajo, y porque no quería que Darío pensara que soy una metida dando consejos.
–Qué tonta. Después de tantos años deberías saber que Darío siempre juzgó que tenés buen gusto.

 
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