No me propongo relatar detalladamente los diferentes episodios
de aquel horrible combate, combate sin más vicisitudes ni alternativas
que grados diferentes de desesperación. Casi en el mismo instante en que
el cañón del capitán Coulter lanzaba su nube de humo como
un desafío, doce nubes subieron en medio de los árboles que
rodeaban la casa del plantador, y el rugido profundo de una detonación
múltiple resonó como un eco roto. Desde aquel momento hasta el
fin, los cañoneros federales lucharon sin esperanza, en una
atmósfera de hierro vivo cuyos pensamientos eran relámpagos y
cuyas hazañas eran la muerte.
No queriendo ver los esfuerzos. que no podía ayudar, ni
la carnicería que no podía impedir, el coronel había
escalado la cumbre a un cuarto de milla hacia la izquierda, desde donde el
portillo invisible, pero coronado de sucesivas masas de humo, parecía ser
el cráter tonante de un volcán en erupción. Examinó
los cañones enemigos con sus prismáticos, observando lo mejor que
pudo el efecto del fuego de Coulter -si es que Coulter aun vivía para
poder dirigirlo-. Vio que los artilleros federales, descuidando los
cañones, cuya posición no podía determinar sino por el
humo, consagraban toda su atención al que continuaba emplazado en el
terreno abierto: el césped delante de.la casa. Por encima y alrededor de
este cañón empedernido, explotaban las obuses en la casa, como lo
demostraban las delgadas columnas de humo que subían por las brechas del
techo. Nítidamente, se veían formas de hombres y de caballos por
el suelo.