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Su tono irónico no daba lugar a dudas. Al coronel lo irritó, pero no supo qué decirle. El espíritu de subordinación militar no alienta la réplica, ni siquiera la tácita desaprobación. En aquel momento, un joven oficial de artillería subía lentamente a caballo por la ruta, escoltado por su clarín. Era el capitán Coulter. No debía tener más de veintitrés años. De mediana estatura, muy esbelto y flexible, montaba un poco como un civil. Tenía una cara singularmente distinta de la cara de los demás soldados: fina, de nariz saliente, con ojos grises, un leve bigote rubio. Había señales de descuido en su uniforme: la visera del gastado quepi estaba ligeramente ladeada; la chaqueta, solo abotonada al nivel del cinturón, dejaba ver en buena medida una camisa blanca bastante limpia para aquella etapa de la campaña. Pero la indolencia se limitaba a su atuendo y a su porte: la expresión de los ojos grises demostraba un profundo interés hacia cuanto lo rodeaba: escrutaban como faros el paisaje a derecha e izquierda; después se detenían largamente en el cielo más allá del portillo: hasta llegar al punto culminante de la ruta, no había otra cosa que ver en aquella dirección. Al pasar, el capitán Coulter se encontró con el jefe de división y con su jefe de brigada; los saludó maquinalmente y se preparó a continuar su camino. El coronel le hizo señas de que se acercara.

-Capitán Coulter -dijo-, el enemigo ha emplazado doce piezas de artillería en la cumbre vecina. Si he comprendido bien al general, le ordena a usted que emplace un cañón aquí e inicie el combate.

 
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El caso del portillo de Coulter de Ambrose Gwinett Bierce   El caso del portillo de Coulter
de Ambrose Gwinett Bierce

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