-Esta casamata no es a prueba de bombas -dijo el coronel
gravemente. No se le ocurrió que el espectáculo no podía
resumirse de manera tan frívola.
Permanecieron un momento al lado del grupo sin decir una
palabra; el oficial del estado mayor pensaba en su cena interrumpida; el
asistente, en lo que podía contener un tonel en el otro rincón del
sótano. De pronto, el hombre que habían creído muerto
levantó la cabeza y los miró tranquilamente en la cara. Su piel
era negra como el carbón; de los ojos al mentón, sus mejillas
parecían tatuadas por sinuosas líneas blancas. Los labios
también eran blancos, como los de un negro de teatro. Había sangre
en su frente.
-¿Qué hace usted, amigo? -dijo el coronel,
inmutable.
-Esta casa es mía, coronel -respondió el hombre
con la mayor cortesía.
-¿Su casa? ¡Ah, comprendo! ¿Y
éstos?
-Mi mujer y mi hija. Soy el capitán
Coulter.