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-Yo también -dijo el coronel-. Que los demás se
queden. Muéstrenos el camino, Barbour.
Tomaron un candelero de la mesa y bajaron las escaleras del
sótano. El asistente temblaba. El candelero iluminaba débilmente,
pero en seguida, mientras avanzaban, su estrecho círculo de luz
reveló una forma humana sentada en el suelo, la espalda apoyada contra la
pared de piedras negras, las rodillas en alto, la cabeza echada hacia
atrás. El rostro, que hubiera debido verse de perfil, permanecía
invisible porque la melena lo ocultaba. Y, cosa extraña, su barba, de un
tinte mucho más oscuro, caía en una gran masa enredada y se
desplegaba sobre el suelo, a su lado. Se detuvieron involuntariamente.
Después el coronel, tomando el candelero de la mano temblorosa del
asistente, se aproximó al desconocido para examinarlo. La barba negra era
la cabellera. de una mujer muerta. Esa muerta abrazaba a un niño muerto.
Y el hombre estrechaba a los dos en sus brazos, contra su pecho, contra sus
labios. Había sangre en la cabellera de la mujer, había sangre en
la melena del hombre. A una yarda estaba el pie de un niño, en una
depresión irregular de la tierra fresca que allí formaba el suelo
del sótano: era un hueco reciente y, en uno de sus lados, se veía
un pedazo de hierro convexo, con los bordes arqueados. El coronel levantó
el candelero lo más alto que pudo. El piso del cuarto de arriba se
había agujereado; las astillas de madera se dirigían todas hacia
abajo, en diversos ángulos.
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El caso del portillo de Coulter
de Ambrose Gwinett Bierce
ediciones elaleph.com
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