Una hora más tarde su brigada vivaqueaba en el campo
enemigo, y los soldados examinaban con un respeto casi religioso, como fieles
ante las reliquias de un santo, los cadáveres de una veintena de caballos
despatarrados y tres cañones inservibles. Habían llevado a los
muertos. Sus cuerpos hechos pedazos hubieran satisfecho demasiado al enemigo.
Naturalmente, el coronel se alojó con su familia militar
en la casa del plantador. Aunque bastante arruinada, era mejor que un campamento
al aire libre. Los muebles estaban rotos y en gran desorden. Las paredes y los
techos habían cedido en parte y el olor a pólvora reinaba por
doquier. No estaban mayormente deteriorados las camas, los armarios para guardar
ropa femenina y las alacenas. Los nuevos locatarios de una noche se instalaron
como en su casa, y la virtual aniquilación de la batería de
Coulter les brindó un animado tema de conversación. Aquella noche,
durante la cena, un asistente que pertenecía a la escolta apareció
en el comedor y pidió permiso para hablar con el coronel.
-¿Qué sucede, Barbour? -dijo el oficial
amablemente-, que había oído el pedido.
-Mi coronel, hay algo raro en el sótano. Alguien
está allí. Yo había bajado a registrar.
-Voy a ver -dijo un oficial del estado mayor,
levantándose.