Con los cañones destruidos yacían los hombres,
destruidos, al lado de los desechos, abajo y arriba de ellos. Y hacia
atrás, descendiendo por la ruta, arrastrándose sobre las manos y
las rodillas ¡el atroz cortejo de los heridos capaces de moverse! El
coronel, que por compasión hacia su escolta la había desviado
hacia la derecha, debió pasar con su caballo por encima de los que
estaban muertos sin lugar a dudas para no aplastar a los que conservaban un
hálito de vida. Prosiguiendo tranquilamente su ruta en medio de aquel
infierno, llegó al lado del cañón y, en la oscuridad de la
última descarga, le pegó en la mejilla al hombre que
sostenía el ariete, y el hombre, creyéndose muerto, se des
plomó. Un demonio siete veces condenado surgió del humo para
reemplazarlo y fijó en el oficial a caballo una mirada del otro mundo; le
brillaban los dientes entre los labios negros; los ojos, salvajes y fuera de las
órbitas, ardían como brasas debajo de las cejas ensangrentadas. El
coronel, cori un ademán autoritario, le indicó que se retirara a
la parte de atrás del portillo. El demonio se inclinó en
señal de obediencia. Era el capitán Coulter.
En el momento mismo en que el coronel ordenaba cesar el fuego,
cayó el silencio en todo el campo de batalla. La ola de proyectiles se
retiró en aquel desfile de la muerte porque el enemigo también
había dejado de tirar. Su ejército había desaparecido desde
hacía dos horas y el comandante de la retaguardia, que se había
mantenido peligrosamente en su posición para reducir a silencio al
cañón federal, también hizo callar sus piezas en aquel
extraño minuto. "No me daba cuenta del alcance de mi
autoridad", dijo el coronel en alta voz, hablando solo, cabalgando hacia la
cumbre para ver lo que en realidad había sucedido.