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En ese desfiladero, apenas bastante ancho para un solo cañón, habían amontonado los restos de por lo menos cuatro piezas. Si percibieron el silencio del último cañón ya en desuso, fue porque no hubo bastantes hombres para reemplazarlo velozmente. Los desechos yacían a los lados del camino: en el medio, los hombres habían logrado mantener un espacio libre, y ahora la quinta pieza escupía fuego allí emplazada. ¿Los hombres? Parecían demonios del infierno. Todos sin quepis, todos desnudos hasta la cintura, la piel humeante, negra de manchas de pólvora y salpicada de gotas de sangre.

Todos trabajaban como dementes, manejando el ariete y los cartuchos, las palancas y el gancho de disparo. A cada golpe de retroceso, apoyaban contra las ruedas sus hombros tumefactos, sus manos ensangrentadas, y levantaban el pesado cañón para ponerlo de nuevo en su lugar. No se daba órdenes.

En medio de aquel atroz tumulto formado por las detonaciones, las explosiones de los obuses, el silbido agudo de las esquirlas de hierro y de las astillas que volaban por todas partes, ninguna orden hubiera podido oírse. Los oficiales, si es que alguno quedaba, no se distinguían de los soldados. Penaban todos juntos y cada uno de ellos, en tanto que vivía, obedecía a las miradas; una vez escobillado, se cargaba el cañón; una vez cargado, se apuntaba y se tiraba. El coronel vio algo que no había visto nunca en toda su carrera militar, algo horrible y misterioso: ¡el cañón estaba sangrando por la boca! Como el agua faltó por un momento, el artillero encargado de esponjar la pieza había empapado la esponja en el charco de sangre dejado por uno de sus camaradas. Ni el menor conflicto en todo aquel trabajo: el deber del instante era obvio. Desde que un hombre caía, otro, apenas más limpio, parecía surgir de la tierra en lugar del muerto para caer a su vez.

 
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El caso del portillo de Coulter de Ambrose Gwinett Bierce   El caso del portillo de Coulter
de Ambrose Gwinett Bierce

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