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En la Vuelta de Basilio, donde desembarcamos para recoger plantas, descubrimos entre las ramas de un árbol dos bonitos monos pequeños y renegridos de la talla del sai (mono capuchino), dotados de cola enrollada. Por su cara y sus movimientos no podían ser coaitás ni chamecs y menos aún ateles. Nuestros indios jamás habían visto especímenes semejantes. En estos bosques existen una cantidad de sapaju desconocidos aún para los zoólogos europeos, y dado que los monos, en particular los que viven en manadas, son muy migradores y en determinadas épocas se trasladan a lugares muy distantes, ocurre que al llegar las lluvias, los aborígenes suelen sorprender cerca de sus chozas algunos ejemplares jamás vistos hasta entonces. En esa misma ribera nuestros guías nos mostraron un nido de jóvenes iguanas, de unos diez centímetros de largo. Se distinguen apenas de un lagarto común. Los aguijones del lomo, las grandes escamas levantadas, todos los apéndices que dan a la iguana un aspecto tan horrible cuando mide de 1,3 a 1,6 m de largo, estaban presentes en estos animalitos en forma rudimentaria. La carne de estos reptiles nos pareció agradable en todas las regiones muy secas, aun en tiempos en que no carecíamos de otros alimentos. Es muy blanca y similar a la carne del tatú (armadillo) que en esta zona recibe el nombre de cachicamo, una de las mejores que se encuentra en las viviendas de los naturales.

Hacia el atardecer comenzó a llover. Antes del aguacero, bandadas de golondrinas similares a las nuestras pasaron volando sobre la superficie del río. También vimos bandadas de papagayos perseguidos por pequeños gavilanes sin caperuza. El penetrante chillido de los papagayos se distinguía curiosamente del silbido de las aves de rapiña. Pernoctamos a cielo abierto en la orilla, cerca de la isla Carizales. A poca distancia de allí, había varias chozas de indios en medio de plantaciones.

 
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