Esperábamos encontrar tras la plantación de bananos la choza del cortijo, pero ese hombre tan orgulloso de su estirpe y del color de su piel, no se había afanado por construir una ajupa de hojas de palmeras. Nos instó a colgar nuestras hamacas entre dos árboles, junto a las suyas, y nos aseguró con arrogancia que lo encontraríamos bajo techo cuando remontáramos el río en la época de las lluvias. Pasada la medianoche se levantó una terrible tempestad, los relámpagos surcaban el horizonte, los truenos retumbaban y nos mojamos hasta los huesos. Durante la tormenta, un curioso episodio contribuyó a ponernos de buen humor. El gato de doña Isabel se había trepado a un tamarindo debajo del cual nos habíamos establecido y en un momento dado cayó sobre la hamaca de nuestro acompañante. Arañado por el gato y despertado tan sorpresivamente de su profundo sueño, el hombre creyó haber sido atacado por una fiera del bosque. Corrimos en su ayuda al oír sus gritos y con gran esfuerzo logramos persuadirlo de su error. Mientras llovía torrencialmente sobre nuestras hamacas y los instrumentos que habíamos llevado a tierra, don Ignacio nos congratuló por no haber dormido en la orilla, sino en su finca, -entre gente blanca y de trato-. Empapados como estábamos nos costó convencernos de nuestra buena fortuna.
1º de abril. Al rayar el alba nos despedimos del señor don Ignacio y de su esposa, la señora doña Isabel. El aire estaba más fresco. El termómetro que de día registraba por lo general 20º a 35º había descendido a 24º. El río arrastraba una inmensa cantidad de troncos. Más abajo del Joval, donde el cauce se ensancha, éste forma un verdadero canal que parece haber sido tendido a cordel, sombreado en sus dos márgenes por Juboles muy altos. Este tramo del río se llama caño Rico. Comprobé que su anchura es de 265 m. Pasarnos por una isla baja donde anidaban por millares flamencos, pelícanos rosados, garzas y cercetas cuyo plumaje ofrecía el más variado juego de colores. Las aves se encontraban en tan apretada cantidad que se hubiera dicho no podían realizar movimiento alguno. La isla recibe el nombre de Isla de Aves. Más adelante, pasarnos por un lugar donde un brazo del Apure, el río Arichuna, desemboca en el Cabullare, con importante pérdida de su caudal. Atracamos sobre la margen derecha junto a una pequeña misión habitada por indios de la tribu de los guamos. Formaban el villorrio unas 16 a 18 chozas de palomas.
Los guamos son indios muy difíciles de convertir a la vida sedentaria. Por sus costumbres, tienen bastante en común con los Achagua, los Guajibos y los Otoinacos, en especial el desaseo, la sed de venganza y su amor por la vida nómade, pero sus idiomas son totalmente diferentes. Estas cuatro tribus viven en su mayoría de la pesca y de la caza en las planicies, a menudo inundadas, que se extienden entre el Apure, el Meta y el Guaviare. Pronto veremos que al pisar las montañas, próximas a las cataratas del Orinoco, se encuentran en las tribus lugareñas costumbres mis pacíficas, amor por la agricultura y mucha limpieza en las chozas.
Los Guamos se mostraron hospitalarios y al entrar en sus viviendas, nos ofrecieron pescado seco y agua (en su idioma cub). El agua se conserva fresca en recipientes porosos.
Pernoctamos en una ribera muy ancha y árida, mas abajo del Cochino roto, en un paraje donde el río cavó un nuevo lecho. Era imposible penetrar en la espesura del bosque, de manera que con gran trabajo lograrnos reunir algunos leños secos para encender una hoguera y estar a resguardo de los ataques nocturnos del tigre, según la creencia de los indios. Nuestra experiencia pareció confirmarla.
Era una noche tranquila y clara. La luna brillaba magnífica.