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Las autoridades locales, o mejor dicho, los propietarios ricos que componen el Ayuntamiento de La Habana, el Consulado y la Sociedad Patriótica han manifestado reiteradas veces disposiciones favorables para mejorar la suerte de los esclavos. Si el gobierno, de la metrópoli, en vez de temer aún la apariencia de las innovaciones, hubiera sabido sacar provecho de estas circunstancias felices y del ascendiente del algunos hombres de talento sobre sus compatriotas, el estado social hubiera experimentado variaciones progresivas, y ahora gozarían ya los habitantes de la isla Cuba de las mejoras que se han discutido hace treinta años. Las conmociones de Santo Domingo en 1790 y las de la Jamaica en 1794, causaron alarmas tan vivas entre los hacendados de la isla de Cuba, que se discutió con ardor, en una junta económica, qué medidas podrían tomarse para conservar la tranquilidad del país. Se hicieron reglamentos sobre la persecución de los esclavos fugitivos, la que hasta entonces había sido causa de excesos muy culpables: y se propuso aumentar el número de las negras en los ingenios de azúcar, cuidar mejor de la educación de los niños, disminuir la introducción de los negros de Africa, hacer venir colonos blancos de las Canarias y colonos indios de México, establecer escuelas en los campos para mejorar las costumbres de la ínfima clase del pueblo, y mitigar la esclavitud de un modo indirecto: estas proposiciones no tuvieron el efecto que se pretendía.

La Corte se opuso a todo sistema de transmigración; y la mayor parte de los propietarios, dejándose llevar de las antiguas ilusiones de seguridad, no pensó ya en restringir e1 comercio de negros, desde que el precio subido de los géneros les hizo esperar una ganancia extraordinaria. Sería, sin embargo, injusto el no designar en esta lucha, entre intereses privados y miras de una sabia política, los deseos y los principios manifestados por algunos habitantes de la isla de Cuba, ya en su nombre, ya en el de algunos cuerpos ricos y poderosos. La humanidad de nuestras leyes, dijo noblemente el señor Arango en una memoria compuesta en 1796, concede al esclavo cuatro consuelos que son otras tantas dulcificaciones de sus penas, y que la política extranjera les ha negado siempre. Estos consuelos son la elección de un. amo menos severo, la facultad de casarse según su inclinación, la posibilidad de comprar su libertad por medio del trabajo, o de obtenerla como remuneración de buenos servicios, el derecho de poseer alguna cosa y de pagar, mediante una propiedad adquirida, la libertad de su mujer y de sus hijos. A pesar de la sabiduría y de la dulzura de la legislación española, a cuántos excesos queda expuesto un esclavo en la soledad de un plantío o de una hacienda, donde un capataz grosero, con un machete y un látigo, ejerce impunemente su autoridad absoluta! La ley no limita ni el castigo del esclavo ni el tiempo del trabajo, ni prescribe tampoco la cantidad ni la calidad de los alimentos. Es cierto que permite al esclavo recurrir al magistrado para que éste mande al amo el ser más justo; pero este recurso es casi ilusorio, porque hay otra ley por la que debe prenderse y remitirse al amo a todo esclavo que se halle, sin llevar permiso, a legua y media del plantío a que pertenece. ¿De qué manera podrá llegar ante el Juez el esclavo azotado y agotado por el hambre y por la demasía del trabajo? Y si llega, ¿cómo se defenderá contra un amo poderoso que cita por testigos los cómplices asalariados de sus rigores?"

 
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