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No dejaba por eso de estimar en mucho los ejercicios que se
hacen en las escuelas. Sabía que las lenguas que en ellas se aprenden son
necesarias para la inteligencia de los libros antiguos; que la gentileza de las
fábulas despierta el ingenio; que las acciones memorables, que cuentan las
historias, lo elevan y que, leídas con discreción, ayudan a formar el juicio;
que la lectura de todos los buenos libros es como una conversación con los
mejores ingenios de los pasados siglos, que los han compuesto, y hasta una
conversación estudiada, en la que no nos descubren sino lo más selecto de sus
pensamientos; que la elocuencia posee fuerzas y bellezas incomparables; que la
poesía tiene delicadezas y suavidades que arrebatan; que en las matemáticas hay
sutilísimas invenciones que pueden ser de mucho servicio, tanto para satisfacer
a los curiosos, como para facilitar las artes todas y disminuir el trabajo de
los hombres; que los escritos, que tratan de las costumbres, encierran varias
enseñanzas y exhortaciones a la virtud, todas muy útiles; que la teología enseña
a ganar el cielo; que la filosofía proporciona medios para hablar con
verosimilitud de todas las cosas y recomendarse a la admiración de los menos
sabios ; que la jurisprudencia, la medicina y demás ciencias honran y enriquecen
a quienes las cultivan; y, por último, que es bien haberlas recorrido todas, aun
las más supersticiosas y las más falsas, para conocer su justo valor y no
dejarse engañar por ellas.
Pero creía también que ya había dedicado bastante tiempo a las
lenguas e incluso a la lectura de los libros antiguos y a sus historias y a sus
fábulas. Pues es casi lo mismo conversar con gentes de otros siglos, que viajar
por extrañas tierras. Bueno es saber algo de las costumbres de otros pueblos,
para juzgar las del propio con mejor acierto, y no creer que todo lo que sea
contrario a nuestras modas es ridículo y opuesto a la razón, como suelen hacer
los que no han visto nada. Pero el que emplea demasiado tiempo en viajar, acaba
por tornarse extranjero en su propio país; y al que estudia con demasiada
curiosidad lo que se hacía en los siglos pretéritos, ocúrrele de ordinario que
permanece ignorante de lo que se practica en el presente. Además, las fábulas
son causa de que imaginemos como posibles acontecimientos que no lo son; y aun
las más fieles historias, supuesto que no cambien ni aumenten el valor de las
cosas, para hacerlas más dignas de ser leídas, omiten por lo menos, casi
siempre, las circunstancias más bajas y menos ilustres, por lo cual sucede que
lo restante no aparece tal como es y que los que ajustan sus costumbres a los
ejemplos que sacan de las historias, se exponen a caer en las extravagancias de
los paladines de nuestras novelas y a concebir designios, a que no alcanzan sus
fuerzas.
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