Puede ser, no obstante, que me engañe; y acaso lo que me parece
oro puro y diamante fino, no sea sino un poco de cobre y de vidrio. Sé cuán
expuestos estamos a equivocar nos, cuando de nosotros mismos se trata, y cuán
sospechosos deben sernos también los juicios de los amigos, que se pronuncian en
nuestro favor. Pero me gustaría dar a conocer, en el presente discurso, el
camino que he seguido y representar en él mi vida, como en un cuadro, para que
cada cual pueda formar su juicio, y así, tomando luego conocimiento, por el
rumor público, de las opiniones emitidas, sea este un nuevo medio de instruirme,
que añadiré a los que acostumbro emplear.
Mi propósito, pues, no es el de enseñar aquí el método que cada
cual ha de seguir para dirigir bien su razón, sino sólo exponer el modo como yo
he procurado conducir la mía. Los que se meten a dar preceptos deben de
estimarse más hábiles que aquellos a quienes los dan, y son muy censurables, si
faltan en la cosa más mínima. Pero como yo no propongo este escrito, sino a modo
de historia o, si preferís, de fábula, en la que, entre ejemplos que podrán
imitarse, irán acaso otros también que con razón no serán seguidos, espero que
tendrá utilidad para algunos, sin ser nocivo para nadie, y que todo el mundo
agradecerá mi franqueza.
Desde la niñez, fui criado en el estudio de las letras y, como
me aseguraban que por medio de ellas se podía adquirir un conocimiento claro y
seguro de todo cuanto es útil para la vida, sentía yo un vivísimo deseo de
aprenderlas. Pero tan pronto como hube terminado el curso de los estudios, cuyo
remate suele dar ingreso en el número de los hombres doctos, cambié por completo
de opinión, Pues me embargaban tantas dudas y errores, que me parecía que,
procurando instruirme, no había conseguido más provecho que el de descubrir cada
vez mejor mi ignorancia. Y, sin embargo, estaba en una de las más famosas
escuelas de Europa , en donde pensaba yo que debía haber hombres sabios, si los
hay en algún lugar de la tierra. Allí había aprendido todo lo que los demás
aprendían; y no contento aún con las ciencias que nos enseñaban, recorrí cuantos
libros pudieron caer en mis manos, referentes a las ciencias que se consideran
como las más curiosas y raras. Conocía, además, los juicios que se hacían de mi
persona, y no veía que se me estimase en menos que a mis condiscípulos, entre
los cuales algunos había ya destinados a ocupar los puestos que dejaran vacantes
nuestros maestros. Por último, parecíame nuestro siglo tan floreciente y fértil
en buenos ingenios, como haya sido cualquiera dé los precedentes. Por todo lo
cual, me tomaba la libertad de juzgar a los demás por mí mismo y de pensar que
no había en el mundo doctrina alguna como la que se me había prometido
anteriormente.