-No crea usted, tía, yo también he pensado en eso. Ayer se me
ocurría una aplicación del hierro dializado a sin fin de medicamentos... Creo
que encontraría una fórmula nueva.
-Estas cosas, hijo, o se hacen en gordo o no se hacen. Si
inventas algo, que sea panacea, una cosa que lo cure todo, absolutamente todo, y
que se pueda vender en líquido, en píldoras, pastillas, cápsulas, jarabe,
emplasto y en cigarros aspiradores. Pero hombre, en tantísima droga como tenéis
¿no hay tres o cuatro que bien combinadas sirvan para todos los enfermos? Es un
dolor que teniendo la fortuna tan a la mano, no se la coja. Mira el doctor
Perpiñá, de la calle de Cañizares. Ha hecho un capitalazo con ese jarabe... no
recuerdo bien el nombre; es algo así como latro-faccioso...
-El lacto-fosfato de cal perfeccionado -dijo Maxi-. En cuanto a
las panaceas, la moral farmacéutica no las admite.
-¡Qué tonto!... ¿Y qué tiene que ver la moral con esto? Lo que
digo; no saldrás de pobre en toda tu vida... Lo mismo que el tontaina de
Ballester: también me salió el otro día con esa música. ¿Nada os dice la
experiencia? Ya veis: el pobre Samaniego no dejó capital a su familia, porque
también tocaba la misma tecla. Como que en su tiempo no se vendían en su
farmacia sino muy contados específicos. Casta bufaba con esto. También ella
desea que entre tú y Ballester le inventéis algo, y deis nombre a la casa, y
llenéis bien el cajón del dinero... Pero buen par de sosos tiene en su
establecimiento...
Charla que te charla, doña Lupe miraba al reloj del comedor,
mas no expresaba su impaciencia con palabras. Por fin sonó la campanilla
débilmente. Era Fortunata que, cuando iba tarde, llamaba con timidez y cautela,
como si quisiera que hasta la campanilla comentase lo menos posible su tardío
regreso al hogar doméstico. Papitos corrió a abrir, y doña Lupe fue a la cocina.
Maxi habló con su mujer en un tono que indicaba la complacencia de verla, y se
quejó suavemente de que no hubiese entrado antes. Tenía ella los ojos encendidos
como de haber llorado, y no era difícil conocer que disimulaba una gran pena.
Pero Rubín no reparaba en lo cabizbaja y suspirona que estaba su mujer aquella
noche. Hacía algún tiempo que la facultad de observación se eclipsaba en él;
vivía de sí mismo, y todas sus ideas y sentimientos procedían de la elaboración
interior. La impulsión objetiva era casi nula, resultando de esto una existencia
enteramente soñadora.