Relevado por su regente de la obligación de trabajar, Rubín se
fue al laboratorio, y tomando de debajo de la silla un librote, se puso a leer.
Profundísima tristeza se revelaba en su rostro enjuto y granuloso. Caía en la
lectura como en una cisterna; tan abstraído estaba y tan apartado de todo lo que
no fuera el torbellino de letras en que nadaban sus ojos y con sus ojos su
espíritu. Tomaba extrañas e increíbles posturas. A veces las piernas en cruz
subían por un tablero próximo hasta mucho más arriba de donde estaba la cabeza;
a veces una de ellas se metía dentro de la estantería baja por entre dos
garrafas de drogas. En los dobleces del cuerpo, las rodillas juntábanse a ratos
con el pecho, y una de las manos servía de almohada a la nuca. Ya se apoyaba en
la mesa sobre el codo izquierdo, ya el sobaco derecho montaba sobre el respaldo
de la silla, como si esta fuera una muleta, ya en fin, las piernas se extendían
sobre la mesa cual si fueran brazos. La silla, sustentada en las patas de atrás,
anunciaba con lastimeros crujidos sus intenciones de deshacerse; y en tanto el
libro cambiaba de disposición con aquellos extravagantes escorzos del cuerpo del
lector. Tan pronto aparecía por arriba, sostenido en una sola mano, como
agarrado con las dos, más abajo de donde estaban las rodillas; ya se le veía
abierto con las hojas al viento como si quisiera volar, ya doblado violentamente
a riesgo de desencuadernarse. Lo que nunca variaba ni disminuía era la atención
del lector, siempre intensa y fija al través de todos los sacudimientos de la
materia muscular, como el principio que sobrevive a las revoluciones.
Ballester iba y venía, trabajando sin cesar, y cantaba entre
dientes estribillos de zarzuelas populares. Era un hombre simpático, no muy
limpio, de barba inculta, la nariz muy gruesa, personalidad negligente,
terminada por arriba en una caballera de matorral, que debía de tener muy poco
trato con los peines, y por abajo en anchas y muy usadas pantuflas de pana, que
iba arrastrando por los ladrillos de la rebotica y laboratorio.
«Pero, alma de Dios, ya que no trabaja usted... al menos
despache menudencias -dijo, parándose ante Rubín-. Mire, allí está esa mujer
esperando hace un cuarto de hora... Diez céntimos de diaquilón. En aquella
gaveta está. Vamos, menéese».
Rubín salía a la tienda y despachaba.
«¿En dónde están los frascos de Emulsión Scott?».