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Mientras me alejaba, calculé que me quedarían unos tres cuartos de hora, tiempo suficiente para llevar adelante mis investigaciones y así salir de la duda. Sabía que, después de poner las flores en agua limpia, mi padre prendería las velas, rezaría un par de padrenuestros y después hablaría solo. Solo, por supuesto, en caso de que el cura tuviese razón.
A paso vivo pero sin llamar la atención, doblé hacia el panteón general. Busqué la pala que había visto cerca del pabellón en donde guardaba las herramientas el cuidador, y torcí por el corredor umbrío rumbo a la tumba de Hans. Después de mirar en todas direcciones, me arrodillé y empecé mi trabajo.
Fue clavar la pala en el hormiguero que se hallaba en la cabecera de la bóveda, y ver cómo un hervidero negro de hormigas fluía como sangre a la superficie. Me paré de un salto y evité que me picasen. No me amedrentaron: arremetí de nuevo y sin demoras una y otra vez, cargué la pala con tierra y hormigas, arrojándolas lejos. Sin que me diera cuenta, el hormiguero se fue hundiendo… y en pocos minutos el hueco adquirió la dimensión de una vizcachera.
En un momento creí oír un murmullo apagado de voces. Me asomé por encima de las cruces para corroborar si seguía solo. Efectivamente, no había un alma.
Seguí cavando, sediento y empapado en sudor; sin tiempo que perder, debía llegar al fondo del asunto: saber si los muertos se quedaban bajo tierra… o si, como decía el cura, se iban al cielo. No toleraba más depender de los adultos para saber las cosas. Bastante crecidito estaba ya. Y lo que más me atormentaba era cómo mentían los grandes. La primera gran desilusión fue saber que los Reyes Magos eran mis viejos. Y al poco tiempo, que la cigüeña no existía. Descubrir eso me sumergió en pesadillas orgiásticas, imágenes de mi madre copulando insaciable con mi padre. Qué cigüeña ni cigüeña. Pero hasta aquí había llegado, ya no habría más desilusión. Si el poder de los grandes se basaba en dominar y educar con mentiras, yo celebraría mi primera victoria: descubriría la verdad.
Y algo me decía que la verdad se aproximaba. El filo de la pala chocó contra algo sólido. Quise sospechar que sería la tapa del cajón; no había calculado que en más de un siglo la madera estaba deshecha. El hueco ya era lo suficientemente grande como para meter medio cuerpo y hurguetear.
Pero antes volví a levantarme. Me sacudí la ropa, caminé unos pasos y espié. No veía a mi padre quien seguiría hablando con mi abuelo, aunque no por mucho tiempo más.
Me tiré de panza en la tierra suelta y probé a tantear en el hueco.
Nada.
Entonces, en una determinación heroica, y aprovechando que el sol regaba el agujero con un haz de luz, me metí yo mismo y alargué el brazo derecho todo cuanto pude…
….y finalmente mis dedos rozaron algo.
El corazón me bombeaba tanto como un enjambre de abejas con su runrún en los oídos.
No me detuve. Nada me detendría. A los diez años no hay nada que te detenga. Reptando, impulsándome hacia abajo, mis dedos rozaron aquello que había tocado con el filo de la pala. Y traté de agarrarlo. Un par de intentos más… y pude. Y recogí mi brazo y repté de nuevo, ahora hacia atrás, clavando las rodillas y los codos en la tierra suelta. Y salí.
En mi mano, la calavera de Hans, sus enormes y abismales ojos. Enseguida la languidez, el hormigueo, la lasitud de mis piernas. Me desmoroné en la boca hambrienta de una fosa sin fin, y la tierra me fue tragando. Desesperado, di manotazos en aquella negritud, desbarrancándome entre esqueletos y calaveras. Y las vi, sumido en una niebla lechosa: criaturas sin nombre cobraron movimiento y alargaron sus huesudas manos hacia mí.
Quise gritar con todas mis fuerzas, pero no me salía la voz. Fui un cadáver, los gusanos se comían mis tripas. Latían abiertas, sangrantes. Supe que aquello era el infierno y hasta olí el profundo hedor de la muerte. Las manos esqueléticas me sacudían, me señalaban, me acusaban. Y de la nada, vino aquella voz.
Aquella voz…
—¡Marcos! ¡Marcos!
La cara de mi padre. Ajena. Desencajada. El brillo enrojecido de sus ojos.
—¡Hijo! ¿Me oís?
No sé qué gesto habré hecho, porque él murmuró gracias a Dios, me levantó en brazos, me apretó contra su pecho y me alejó de aquella marea demoníaca que susurraba palabras como “¡sacrílego!” y “¡profanador!”. Y tengo claro que jamás en toda mi vida había oído yo palabras semejantes.
Cuando el puñado de curiosos se dispersó y nos quedamos solos, vi en papá la angustia, el desconcierto. Íbamos para la pickup, cuando lo oí decir:
—Hijo —le falló la voz—. ¿Por qué lo hiciste?
Bajé los ojos, no podía mirarlo a la cara. Me humedecí los labios, tenía la boca reseca.
—Quería… —dije—, quería matar las hormigas de la tumba de Hans.
Qué le iba a decir.

 
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Primera victoria y otros cuentos de Olga Raquel Grandoli   Primera victoria y otros cuentos
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