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Indicados, aunque a la ligera, los principales el hechos de la vida del poeta, no podemos sustraernos al deseo de considerar, aunque también con brevedad, los principales caracteres que sobresalen en sus obras.

El humorismo es la nota esencial de las obras de Heine: nada existe para él sagrado, ni fe, ni amor, ni patria; todo, bajo su pluma, se retuerce y gime, como se retuerce la carne viva bajo el escalpelo del disector; los dioses caen ante los golpes certeros de sus flechas; la patria, convulsa y colérica, sale de sus manos flagelada; el amor, eterno encanto de su vida y castigo eterno de su existencia, aunque siempre profesado, no es siempre respetado por su pluma, más temible en sus manos que la espada en manos del Berserke de los cantos huecos.

Todo sin orden, sin prejuicios, sin sistema. Hiere lo que a su paso encuentra, sin cuidarse de averiguar lo que después en su lugar ha de elevarse. Múltiple en sus sentimientos, universal en sus creencias, indeciso y tenaz a un tiempo mismo en sus convicciones, jamás Proteo revistió tal número de formas, ni dios indio infiltró su esencia en mayor número de transformaciones.

Sus burlas, acerbas siempre, siempre mortales, tienen en el fondo algo de melancolía simpática, algo de incomparable dulzura y de inefable terneza.

Si él lo aborrece todo, si de todo se mofa, si contra todo se revuelve, ¡qué tesoro, en cambio, de cariño para todo lo noble y lo justo! ¡qué inagotable amor a todo lo grande! ¡qué inacabable admiración hacia todo lo bello!

Sus dientes muerden, pero sus a os cubren de besos las mordeduras, y pronto coloca piadoso sobre la abierta llaga el díctamo dulce que llegará a sanarla.

Contra todo se torna airado y todo lo adora al par. Unas veces fustiga al Dios cristiano, ya riendo de la virgen católica que liba confiada el amor en los labios rojos del sobrino de un rabino, o llorando en estrofas por los muertos dioses de la vieja Grecia, y después canta al Cristo redentor con inspiración ardiente en las estrofas del Mar del Norte.

Él, que en su Heimkehr nos habla de «la ironía que Dios ha colocado en su universo, y con que el gran poeta del Quijote ha llenado él suyo,» suspiraba indignado, cuando adolescente, al ver el premio inmerecido que hallaban en la tierra el valor indomable y la romántica generosidad del héroe de Cervantes. El, que se mofa del Cristo, cuenta la impresión dulcísima que en su mente producía un Cristo crucificado que miraba, siendo niño, en el convento de Düsseldorf.

Su espíritu, abierto a todas las impresiones, transformábalas todas en sentimiento artístico, dándoles, al realizar la obra poética, la nota esencial de su originalidad inagotable.

De todos sus antecesores en la literatura alemana, lególe Wieland la sensualidad amable; su sentimiento ardiente, Schíller, y Goethe su panteísmo espiritualista. Tan sólo Klopstok fue ajeno a la formación del poeta, porque su espíritu repugnaba todo lo enojoso.

Se ha tildado a Heine de la dureza con que tantas veces trata a la Alemania, a la vieja de allá abajo, como él, con su humorismo acerado, la llamaba; y esta tendencia antigermánica resulta más marcada comparado otro libro que, también sobre la Alemania, escribía una francesa en los comenzamientos de la actual centuria.

Nos referimos a La Alemania de Mad. Stael.

No es de extrañar la diferencia. Mad. Stael, como dice Caro, publicaba su libro después de un paseo en que tan sólo pudo ver aquello que a los alemanes les convenía, que mirase. Su viaje fue acogido por todos con recelo. Goethe, en su correspondencia, da a entender hasta qué punto le preocupaba la entrevista con la extranjera; Schiller, hombre de corazón ardiente, temía su llegada, y hasta el mismo Schlegel, el jefe de estada mayor, por decirlo así, de aquella mujer admirable, anunciaba a sus colegas su venida como para apercibirlos a la defensa.

Poco en estas circunstancias pudo ver de la esencia de las cosas y de lo íntimo de aquella sociedad la dama francesa. Su viaje fue, como dice el escritor antes citado, semejante al de Catalina de Rusia, hallando siempre en las estepas de la Crimea la fantasmagoría riente de una prosperidad artificial. Aquel viaje de sultana del pensamiento era sólo a propósito para contemplar, y no siempre, la superficie de las cosas.

Además, Mad. Stael, desterrada de su patria, en su santo horror a los enciclopedistas, a los revolucionarios y a los soldados, buscaba un pueblo que oponer como modelo a aquella Francia, agitada todavía por las convulsiones de una revolución profunda. Su libro es, en este concepto, como Heine entiende, una obra semejante a la de Tácito.

Heine, por el contrario, era alemán; alemán que sentía como nadie las faltas de su país, y aborrecía desde el extranjero el oropel de sus falsas glorias; que veía sólo en las pretensiones militares de la Prusia la armadura colocada sobre el manto de Tartuffo, y qué necesitaba defender, por último, su sér individual, calumniado unas veces y mal comprendido otras.

A pesar de todo, discípulo de Hegel, no dejaba de alentar, mal de su grado, la gran idea. Tenía como toda la Alemania de entonces, la noción, inconsciente de un gran fin, no definido aún, y si como un enfant terrible decía alto los secretos de la casa, poco después se entusiasmaba y creía con toda su alma en el triunfo próximo de su raza, «Guardaos, -dice entonces,- mis queridos vecinos de la Francia; cuando ese día llegue, vuestras, horas están contadas.»

El amor, por último, es en Heine también rara mezcla, confusión extraña de sentimientos encontrados.

Sus mujeres son, como las de Goethe, seres vivientes que se pasean por sus poemas; mujeres animadas por nervios y por arterias, y no movidas por el resorte convencional de un cariño anodino, incomprensible casi siempre.

Aquella mujer del Intermezzo, desengaño primero de su vida, y fuente de su inspiración primera, la hemos conocido todos. En los versos de aquel poema, collar de perlas, cuyo hilo retiró el autor después de formado, sin que la sarta se desgranara, como un crítico ilustro lo llama, hay algo de la historia de todos, y uno siente arder el rubor en las mejillas al leer en la soledad sus estrofas. El poeta ha sorprendido sus secretos, y sus sufrimientos, esculpidos con mano segura, vibran allí prisioneros en el rítmico molde de versos inmortales.

La amargura más inocente, la queja más sentida anima todo el libro; mas después, cuando el llanto se ha secado, cuando el espíritu herido se revuelve contra quien le hirió con saña tanta, la burla ocupa el lugar de los suspiros y el humour más amargo, el veneno más acre sirve, en vez de lágrimas, de jugo á sus canciones.

En toda mujer hay algo de demonio.

«¡Dichoso mortal -dice hablando de Lusignan- amante de Melusina, cuya adorada sólo fue serpiente a medias!»

Su sátira, fría siempre, cautiva por su sencillez en todas las ocasiones.

Dice en el Regreso:

«¿Cómo puedes dormir tranquila sabiendo que yo vivo aún? Mi vieja cólera reaparece, y romperé mi yugo.

»¿Conoces la vieja canción? ¿la canción de un hombre muerto, que vino a media noche a buscar a su adorada y la arrastró al fondo de la tumba?

»Créeme, hermosa niña, hermosa niña maravillosamente bella, y vivo y yo soy aún más fuerte que todos los muertos juntos.»

Su bufonería toma a veces un carácter melancólico que la hace aún más simpática; el gladiador, cansado de luchar, se queja, y sus quejas penetran hasta el alma.

La figura de Heine, compleja, universal y múltiple, se refleja en sus obras; su mente, apasionada de las luchas de su siglo, de los combates de su época, se refugia buscando calma en los viejos recuerdos de la patria; sus cantos tienen entonces la dulzura infantil de Novalis, la enérgica cadencia de las baladas de Brentano, y el mágico atractivo de Tie1k.

Es, como dice Gautier, el Apolo, a quien, si de un lado presta su luz el sol del Mediodía, destaca por el otro su figura entre el resplandor argentado de la luna de las noches alemanas.

Entonces, en su Romancero y en sus Nocturnos, sobre todo los fantasmas de los cuentos de su patria, Loreley, la rubia encantadora de la montaña, el rey Haroldo prisionero de la Ondina en el fondo de los mares, el paladín muerto en el campo de batalla, el caudillo moro, el español aventurero, el galán romántico, todos los héroes de la pasada edad reaparecen evocados por su pluma, y cobran nueva vida y aliento nuevo, animados por su inspiración poderosa.

Todo se agita en torno suyo; penetra en la selva oscura de la Alemania, y el hacha acerada de su genio esculpe, en las encinas añosas del sombrío bosque, en vez de la estatua de Irmenrul, la figura simpática de Apolo.

Entonces, contemplando su obra, las lágrimas :mojan sus ojos; pero pronto, dice Nerval, su manga pintarrajada de bufón seca sus lágrimas, y los cascabeles de la locura ahogan con sus ruidosos ecos el rumor de sus sollozos.

«No creáis en mi llanto ni en mi risa, -dice Heine, - risa de hiena, lágrimas de cocodrilo.»

Pero, lo repetimos, a vueltas del amargo encono, que campea siempre en la mayoría de sus producciones, es Heine apasionado y creyente, siempre original y atrevido, y aun en medio de sus amargas diatribas contra su patria, conserva siempre hacia ella un cariño respetuoso y austero.

Seguro de su éxito, no pide de sus contemporáneos monumentos; sólo pide sobre su sepulcro una espada, «que él ha luchado como buen soldado en el combate del progreso eterno,» son sus propias palabras: ese es el único título de gloria que exige y que reclama.

La misma Alemania atendía con expectativa ansiosa a las evoluciones del pensamiento de aquel su hijo pródigo desterrado en extranjera tierra.

Cuando la enfermedad le retenía prisionero sobre su lecho, ninguno de sus compatriotas volvía de Francia sin rendir con su visita un tributo de admiración al gran poeta. «Aristófanes se muere,» decía Mr. Adolfo Starr contando su última entrevista con el gran poeta; y la Alemania entera lloraba en silencio aquella muerte de uno de sus genios.

Llegado a Francia, joven, hermoso como una escultura de Fidias, armónico y feliz consorcio de la belleza helena y de la gracia hebraica, rebosando genio en sus escritos, gracia en sus conversaciones, dinero en las relaciones prosaicas de la vida, aquel Cristo, como él se llamaba, que sólo admitía infieles o creyentes, pero jamás iguales, que tantas Magdalenas redimiera por el amor, espiraba, abandonado en su agonía lenta, en una habitación de aquel París que tanto le había admirado, y donde sus triunfos habían encontrado un teatro siempre dispuesto a aplaudir la galanura de su imitable estilo.

Entonces su última inspiración voló desde su mente al mundo.

Los recuerdos de su patria y de los pasados tiempos, su Romancero, en una palabra, fue la primera de sus tres últimas producciones.

Después, las Melodías hebraicas, en las cuales parece vibrar más verdadera que en ninguna de sus obras su espíritu de creyente, y en las cuales dice, hablando de Jehuda ben Halevy, el más querido para él de todos los poetas:

«Que mi lengua quede pegada ardiendo a mi paladar, y que mi mano derecha se seque, si yo alguna vez, Jerusalén, te olvido.

»Estas palabras de un salmo llegan hasta mi oído . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

»Espectros de mis sueños, ¿cuál de vosotros es Jehuda ben Halevy de Toledo? . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

»Yo lo he reconocido en su frente pálida que tan fieramente conduce su pensamiento, en la dulce fijeza de sus ojos (que me miran con tan inquieta atención).

»Sobre todo lo he reconocido en el misterioso sonreír de sus dulces y bellos labios, armoniosamente unidos como dos versos: los poetas solos los tienen parecidos.»

Este cantor bíblico que amaba aquella Jerusalén que sólo en sueños había visto, como el trovador Rudel a Melisandra, era simpático a los ojos de Heine, que más que nunca, y acaso por primera vez, sentía en aquellas horas de soledad eterna necesidad de creer en un Dios, en el Dios de sus mayores.

El Libro de Lázaro, su última producción, es un relato de sus días de fiebre y de sufrimientos, plagado de páginas bellísimas y de sentimientos delicados. A veces su burla y su sátira aparecer, pero su mofa tiene cierto carácter melancólica, que entristece y abruma el ánimo.

«¿Vos venís a verme? ¡siempre original!» decía a Berlioz, lamentándose del abandono de sus amigos; y más tarde escribía a Teófilo Gautier:

«No os apiadéis demasiado de mí; la viñeta de la Revista de Dos Mundos, en que me han representado macilento y con la cabeza inclinada como un Cristo de Morales, ha conmovido ya bastante cal mi favor la sensibilidad de las buenas gentes; yo quiero que me pintéis hermoso, como las mujeres bonitas. Vos me habéis conocido cuando era joven y floreciente; sustituid con mi antigua imagen esta efigie lamentable.»

Sus últimas producciones vibran burlescas, sin embargo, como si temiera haber dicho demasiado con sus Melodías hebraicas.

La nota esencial de su genio fue hasta la muerte su sangrienta burla por todo y contra todo.

La misma Alemania, que jamás llegó a perdonarle por completo sus mofas constantes y sus frases incisivas, parecía como que sentía orgullo viendo el valor indomable, la serenidad de espíritu con que Heine soportaba el martirio horrible de su agonía interminable.

JOSÉ J. HERRERO.

 

 

 
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