-Una hora.
-Una hora, pero una hora es un siglo; es una eternidad, para quien no puede dormir, ¡oh mi...! estaba a punto de decir Dios. Dicen que el sueño es amigo de los santos; si esto fuese verdad, yo dormiría como los siete durmientes juntos. ¿Qué haré ahora? ¡Ah! pasemos el resto de la noche en cualquier obra meritoria: eduquemos a Nerón.
Y ordenó a Marzio que tomase un maniquí de paja y que lo llevase a la sala que daba a la habitación de las mujeres y de los niños, entretanto que él condujo a Nerón a otra estancia, lo azuzó, y después, abriendo de improviso la puerta, lo lanzó contra el hombre de paja. El perro, ciego de rabia, se lanzó a saltos sobre el pelele y lo destrozó furiosamente. El conde estaba maravillado contemplando aquella ferocidad, y dijo Marzio:
-«Este es mi hijo muy amado», como profirió la voz que se oyó en el Jordán, y lo educo, sin ofender a Dios, para que me defienda de mis enemigos; especialmente de mis queridos hijos, de mi esposa, más querida aun, y también de ti -y tocaba la espalda del camarero-, mi lealísimo Marzio.
Después de haber llenado de espanto y de temor la casa, volvió a su habitación, en donde, vencido por el cansancio, no tardó en sumirle la Naturaleza en un breve e inquieto sueño. Cuando se levantó tenía la vista turbia.
-He dormido muy mal, Marzio... he soñado que comía con mis difuntos. Esto denota una muerte próxima. Pero antes de que yo vaya a comer con ellos, Marzio, otros me habrán precedido y me pondrán la mesa.
-Excelencia, han llegado cartas del Reino, que han sido traídas por correos especiales...
El conde tendió la mano para tomarlas. Marzio continuó:
-Y de España, por el correo ordinario; todas las he puesto encima de la mesa del estudio.
-Bueno, vamos.
Y seguido de Marzio, a quien a su vez seguía el perro, se dirigió al cuarto de estudio.
Salía un magnífico sol de agosto, que teñía de oro con sus nacientes rayos el azulado hemisferio. Única gloria, puesto que nuestra vileza ha hecho desaparecer todo lo que parecía imposible que se perdiese: el sentimiento de nuestra abyección. ¡Oh, Dios! ¡cuán grandes han de ser nuestras culpas y tu ira, que ni el llanto, ni la sangre, ni nada es suficiente para fecundar en esta tierra una flor de virtud!
El conde se acercó al balcón, y mirando el majestuoso luminar bisbisó algunas palabras. Marzio, encantado de tanta belleza de cielo y de luz, no pudo contenerse y exclamó:
-¡Sol divino!
A estas palabras, los ojos del conde, de ordinario apagados, brillaron como un rayo en el fondo de una nube y se alzaron al cielo. Si es verdad que Juliano el Apóstata lanzó contra el cielo la sangre que manaba de su herida, debió haberla arrojado con aquella mirada y con aquella intención.
-Marzio, ¿Si el sol fuese una luz que soplándola se pudiese apagar, la apagarías tú?