-¡Quizás habrán envenenado las sábanas! Esto ya ha ocurrido alguna otra vez, y yo lo he leído en algún libro. ¡Olimpio! ¡Ah! te has escapado, pero yo te alcanzaré; nadie ha de escaparse de entre mis manos, nadie. ¡Qué silencio me rodea! ¡Qué paz reina en mi casa! Reposan... ¿luego no les causo terror? ¡Marzio!.
El camarero llamado acudió en seguida.
-¡Marzio! -continuaba el conde-; ¿qué hace la familia?
-Duerme.
-¿Todos?
-Todos, al menos así lo parece, porque no se oye a nadie.
-¿Y cuando yo no puedo descansar, se atreven a dormir en mi casa? Vete y mira si verdaderamente duermen; escucha pegado a las puertas, sobre todo vigila con cuidado a Virgilio, y vuelve a decirme lo que haya.
Marzio obedeció.
-Este, especialmente -continuaba el conde -es a quien más aborrezco; bajo esa superficie de helada mansedumbre, corren veloces las aguas de la rebelión, ¡Áspid sin lengua, pero no sin veneno, cómo deseo que mueras!
Marzio volvió, diciendo:
-Duermen todos, hasta don Virgilio, pero con un sueño penoso, a juzgar por su febril respiración.
-¿Has cerrado las puertas por fuera?
Marzio hizo un signo afirmativo con la cabeza.
-Bueno; toma este arcabuz y dispáralo a través de la puerta de la habitación de Virgilio y después grita con todas tus fuerzas: ¡fuego! Así aprenderá a no dormir mientras yo velo.
-Excelencia.
-¿Qué hay?
-No os pediré piedad para el muchacho que parece estar in extremis...
-Continúa...
-Pero el vecindario se asustará.
El conde, sin demostrar ninguna emoción, metió la mano debajo de la almohada y sacó una pistola con la cual apuntó al camarero, el cual mudó el color, y con suave voz le dijo:
-Marzio, si otra vez en lugar de obedecerme te atreves a contradecirme, te mataré como a un perro. Vete.
Marzio salió apresuradamente para cumplir el mandato.
Es imposible describir el terror con que se despertaron las mujeres y el niño. Saltaron de la cama y se precipitaron a las puertas; pero como no podían abrirlas, gritaban, rogando que les dijesen lo ocurrido, que les abriesen por el amor de Dios, que les librasen de aquella tremenda ansiedad. Nadie respondía: cansados, volvían a caer en la cama, esforzándose por dormir.
Después de unas dos horas, el conde llamó de nuevo al camarero, y le preguntó:
-¿Ya es de día?
-No, Excelencia.
-¿Por qué no es de día?
Marzio se encogió de hombros. El conde, moviendo la cabeza, como si quisiera reírse de su extraña pregunta, continuó:
-¿Cuánto tardará aun en apuntar el alba?