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Eran cadáveres de bandidos que aparecían colgados en los palacios de aquellos señores. El Papa había ordenado que se prendiese a todos sin misericordia y que se les ahorcase.

Francisco Cenci, por este y por otros sucesos había tenido ocasión de conocer la naturaleza del Papa y creyó conveniente alejarse; mientras vivió aquél, estuvo en su castillo de Ribalda; la serpiente había tropezado con un hueso muy duro de roer.

Cenci era muy robusto, y a pesar de sus años, gozaba de buena salud; únicamente cojeaba un poco de la pierna derecha. Copioso en ideas y fecundo en palabras, hubiera conquistado fama de gran orador si se lo hubieran consentido el tiempo y la lengua; pero a la más ligera alteración la voz salía de sus labios como el agua precipitándose por entre los peñascales... No podía decirse que era feo; sus f acciones eran tan siniestras, que jamás supo inspirar amor; en su presencia, sólo se sentía algunas veces respeto, y las más, miedo. Exceptuando el color de sus cabellos y su barba que de negra se había convertido en blanca, alguna arruga de más, una delgadez excesiva y una tez amarilla y biliosa, su rostro presentaba el mismo aspecto que en su juventud. Mientras descansaba, su frente aparecía señalada con un ligerísimo frunce, parecido a los que el remordimiento o el cuidado suelen imprimir. Los ojos, tristes de ordinario, del color del plomo, parecidos a los de un pescado muerto, privados de esplendor, rodeados de un círculo amoratado, que parecía hecho con un carbón del infierno, del demonio de la lujuria, reticulados de venas violáceas, parecían cadáveres encerrados dentro de una caja de cieno; la boca se perdía entre las arrugas de las mejillas. Aquel rostro, lo mismo se hubiera adaptado a un santo que a un bandido; era sombrío, inexplicable como el de una esfinge, o como la fama del mismo conde Cenci.

Creo haber dicho bastante de su persona y de sus costumbres; más adelante trataré de presentar un estudio psicológico referente al prodigioso personaje.

El Conde, la noche anterior, se había retirado temprano, sin saludar a su esposa y a sus hijos. A Marzio, que le dirigía los acostumbrados cumplimientos, había respondido:

-Vete; me basta con Nerón.

Nerón era un enorme perro, de una ferocidad espantosa. Así lo llamó Cenci, no tanto en memoria del cruel emperador, como para significar, en el antiguo lenguaje de los sannitas, que era fuerte y gallardo.

Apenas acostado, empezó a dar vueltas en la cama y a gemir de impaciencia; poco a poco la impaciencia se convirtió en furor y empezó a rugir. Nerón le respondía rugiendo también. Y el conde no tardó en saltar de las odiadas plumas, exclamando:

 
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