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En sotana y sin manteo, semejante a urraca que inquieta salta por casa, se presentó un sacerdote yendo de acá para allá y haciendo los mayores esfuerzos para llamar la atención de los allí presentes o al menos de alguno de ellos. Hablaba del verano, del invierno, del calor y del frío, de la siembra y de la cosecha, pero nadie le escuchaba. Una vez preguntaba si alcanzaría aquel día la honra altísima de hablar con Su Excelencia el esclarecido señor conde; otra a qué hora solía levantarse y a qué hora acostumbraba acostarse; si dedicaba mucho tiempo a su aseo personal y si daba audiencia todos los días; pero nadie respondía. Los esposos permanecían extáticos en su alegría y el villano parecía una estatua de bronce; el caballero del rostro encarnado le dirigió una mirada tan siniestra, que de haberla advertido le hubiera hecho estremecer; el del rostro pálido creyó que era un hombre caído del cielo. El pobre clérigo estaba a punto de darse con la cabeza contra la pared, y desesperado abría de vez en cuando el breviario y se ponía a mascullar el rezo, pero haciendo gestos como quien toma una medicina amarga; sus ojos erraban por las páginas; hubiérase dicho que llevaba consigo aquel libro como el que va a tirarse al mar lleva una piedra para atársela al cuello.

El rostro del desgraciado sacerdote, que estaba más pálido que las velas que rapaba del altar, coloreóse de impaciencia; no podía lograr que nadie le escuchara, y a fe que valla la pena reparar en él, aunque sólo fuese por adivinar si tenía más raída la sotana que vestía su cuerpo, el cuerpo que vestía su alma; entrambos eran viejos y antiguos amigos, con gran desesperación de su dueño, prueba de que nada hay duradero en el mundo.

El cura, puesto que el sacerdote era un párroco, después de haber comprobado que no siempre se verifica la sentencia de la Sagrada Escritura: Llamad y os abrirán, se había dirigido por tercera o cuarta vez a un criado que parecía dispuesto a escucharle, cuando el caballero de la triste figura llamó con voz arrogante:

-¡Camilo!

La naturaleza de los criados es tal, que cuando no tienen otro motivo para inclinarse, obedecen al mandato más soberbio; y el palafrenero Camilo, que entre la familia amplísima de los domésticos no era el más miserable, giró sobre sus pies como si hubiera tenido un resorte, y haciendo un arco con su cuerpo al caballero, respondió con voz respetuosísima:

-¡Excelencia!

-¿ Acaso el noble conde ha pasado mala noche?

-No lo sé, pero no lo creo. Esta mañana, al amanecer, le han traído algunas cartas de España y del reino; podría darse el caso pero no lo sé, de que estuviese ahora enterándose.

En este punto un ladrido infernal atronó los oídos de los circunstantes; poco después se abrieron con ímpetu las puertas de la estancia del conde y entró un mastín de enorme tamaño, entre espantado y enfurecido.

 
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