Lo que aprendemos de pequeños dura toda la vida y cuesta mucho
arrancarlo. Allá en el fondo queda un primer sabor, como cierto punto de
referencia que sirve de comparación para todos los conocimientos y experiencias
posteriores. La evangelización va ordenada a la conversión y, aunque ésta no se
haga de una vez para siempre, tampoco se está haciendo frecuentemente.
En los últimos dos siglos mucha gente se ha quedado sin Dios
por motivos diversos. Los grandes maestros de la sospecha han ejercido mucha
influencia en los hombres de hoy. Algunos dejaron de creer, otros purificaron su
fe y se dieron cuenta de que la fe no es algo heredado, sino personal; y que,
desde luego, no confiere la seguridad absoluta que los hombres, en general,
buscamos.
Parece que también ha habido gente que se ha dado a creer otras
cosas y nunca en la historia de la humanidad ha habido tantas sectas, tanta
gente en esas sectas y tantas creencias y prácticas extrañas, insólitas y
chocantes. «Lo malo de que los hombres hayan dejado de creer en Dios no es que
ya no crean en nada, sino que están dispuestos a creer en todo» (Chesterton).
¿Es que no podemos dejar de creer en algo? Una cosa es tener fe que moviliza y
da sentido y otra ser un crédulo que comulga con ruedas de molino. Con cierto
humor, y sin necesidad de dar grandes pruebas de lo que dice, pero uno intuye
que la vida va por ahí, Berger cuenta cómo en nuestro tiempo, en que somos tan
serios, tan científicos y tan técnicos, «No hemos dejado de ser crédulos como
nuestros hermanos de la Edad Media: esta época moderna, con todos sus nuevos
conocimientos, es tan crédula como cualquier otra época de la historia... No
existe ninguna imbecilidad que no haya sido abrazada con ardor por algún
segmento de la intelligentsia moderna, incluyendo determinadas
supersticiones cuyo carácter absurdo y odioso no tiene parangón... la propensión
a creer en disparates evidentes aumenta, en lugar de disminuir, con la educación
superior».
Todos sabemos el beneficio tan grande que nos han traído
también los últimos años precisamente en las nuevas dificultades. El hombre ha
tenido la oportunidad de hacerse más humilde. No somos tan buenos como creíamos,
pues el inconsciente nos habla de una represión de deseos malos; no somos tan
guapos como para haber merecido una creación directa de las manos de Dios, según
parece hablar el precioso fresco de la Capilla Sixtina; no somos tan justos como
nos decía nuestra conciencia al ser generosos en nuestras limosnas, sino que
vivimos en un mundo donde dos tercios de hermanos nuestros viven muy mal
mientras unos pocos viven demasiado bien.
Si así hemos visto nuestro pobre mundo, con respecto a Dios
quizás hemos mejorado. Unos no-creyentes porque se han sumado -convencidos o no,
porque es más sensato o porque es moda- al agnosticismo más que al ateísmo; pero
los creyentes, gracias al conocimiento que el hombre moderno ha obtenido de la
misma naturaleza humana, hemos descartado de nuestras creencias a un Dios
inhumano, deshumanizado, antihumano. Aquel Dios del terror que tantas neurosis
provocó, parece que ha ido retrocediendo en la vivencia religiosa de muchos.
¿Fue sustituida esa imagen por otra más evangélica?