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El tren quieto

El sauce estaba quieto, se me hacía raro que nadie viera el rojizo, suave resplandor de tren; ni el pino ni el álamo lo detectaron. Estaban condenados a torcerse con el viento y mirar en otro sentido, a pesar de que ellos eran los hermanos, y yo no más que un observante, un mirón, un pintor de cuadros.
Mabel y yo preferíamos los paisajes detenidos. Alguna tarde nos habíamos encontrado en la llanura, y pinté el ocaso naranja (tenía pinceles y oficio), mientras ella lo veía, de pie, con los ojos quietos y un mechón de pelo que se movía apenas sobre su nuca.
Los pájaros que partieron nos indicaban que más allá de la mirada de Mabel, más allá del horizonte del sur y de las arboledas de la loma, existía, desde quién sabe cuánto tiempo, lo que buscábamos: el tren quieto. Cuando lo intuimos (el sauce y yo), ella apartó la vista en otra dirección y hasta pasó sus ojos por los míos mientras cerraba por primera vez las manos. Una de las puntas de sus pies comenzó a levantarse y a caer. Después se fueron, con el otro, pero nos dejaron respirando hondo, como si quisiéramos tragar todo el aire del mediodía.
No sé, realmente, de dónde saqué fuerzas para marchar. Me despedí del sauce y me lancé al resto del mundo con el propósito de encontrar el tren y regresar por la recompensa. No sé en que momento comprendí, en mitad del camino a la estación, que eran parejas las chances del regreso y las de la muerte.
Por eso mismo partí; tomé el tren en la estación de campo y viajé durante un día hacia el sur. Después, con el caballete al hombro y la valija de las pinturas casi arrastrando, caminé por el desierto rumbo al oeste. Nadie supo, salvo la leyenda, cómo el tren había llegado hasta allí. Era un barco encallado en la orilla, una isla de hierro en medio de la sal. El viento le había pintado colores de otras esferas.

 
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