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Tirité por la noche guarecido entre sus metales. A la mañana, desde una
distancia de cincuenta metros y parado encima de una loma, comencé a pintarlo.
Apuré pinceles, descargué óleos. El día corría más que yo y la oscuridad
apareció de pronto. Los rojos se hicieron azules, los verdes grises; todos se
volvieron negros. Después blancos. Quedé ciego. Me costó dos noches (aunque
no las veía podía reconocerlas por el canto de la lechuza y el silencio de los
otros pájaros) llegar a la estación. Até la valija al caballete y cargué todo a
la espalda. Las manos se ocupaban de tantear cada piedra, cada mata de espinillo
arrollada, el calorcito del sol me fue orientando hacia el ferrocarril de
regreso. Me ayudaron a subir al tren que esta vez me resultó acogedor, tanto
como el deseo de volver a la estancia, a esa casa hogar, a la mujer hogar, que
nunca tuve y perseguí. Alguien me alcanzó una taza de café; el olor me
entraba por la piel, las palmas de mis manos se calentaban rodeando la loza.
Luego, alternativamente, retenía la taza con una mano y daba vuelta la otra para
apoyar el dorso y entibiarlo. Después de tanta tristeza, el café caliente me
alentó el alma, que se expandió para salir por la piel del rostro, por los dedos
de los pies. El contoneo del vagón sobre los rieles me acunó hasta el final del
viaje. ¿Por qué milagro el tiempo de regreso iba empujando con su brevedad mis
afanes? El camino desde la estación estrellaba en mí el frescor del día. Sobre
la pantalla blanca reflejaban mis manos cada metro, cada piedra, cada hoja, el
viento. Al llegar, dirigí los pasos hacia el lugar de mi quietud.
Y otra vez olí el sauce, toqué las ramas, sentí su sombra. Y ella
estaba allí, quieta, tibia, acogedora como el tren de regreso. Oí su voz, escuché su
música. Y vi por sus ojos. Hallé el resplandor rojizo que nunca encontré en mi paleta. El
verde, los colores que nunca vieron mis
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