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La señora Latour-Mesnil contestó con la dignidad conveniente, que la proposición la lisonjeaba, Y que.sólo pedía algunos días para reflexionar y tomar informes. Pero así que la embajadora hubo salido, salió corriendo en busca desu hija, la estrechó contra su corazón y sé echó a llorar.

-¿Un marido, entonces?-dijo Juana, fijando en su madre su mirada de fuego.

La madre hizo un gesto afirmativo.

-¡Quién es ese señor?- replicó Juana.

-El señor de Maurescamp...; mira, hijita mía, ésta es demasiada felicidad...

Habituada a creer a su madre infalible y viéndola tan feliz, la señorita Juana no tardó en serlo también, y las dos pobres criaturas mezclaron por largo rato sus besos y sus lágrimas.

Durante los ocho días que se siguieron y que la señora Latour-Mesnil creyó, consagrar a una investigación minuciosa sobre la persona de Maurescamp, su verdadera ocupación no fue otra que la de cerrar los ojos y los oídos, para que no la despertasen de su sueño. Recibió, además, de su familia y amigos tan entusiastas felicitaciones con motivo de tan magnífica, alianza, y vio tantos celos y enojos en los ojos de las otras madres rivales, que tuvo suficiente motivo para fortificarse en su determinación. El señor de Maurescamp fue, pues; aceptado.

Otros matrimonios más ridículos sé hacen; por ejemplo, aquéllos que se arreglan en una entrevista única en un palco de la Opera, entre dos desconocidos que, después se conocerán demasiado. Al menos, la señora Latour-Mesnil y su hija habían encontrado muchas veces en los salones al señor de Maurescamp; no era de sus íntimos, pero habían visto aquí y allá, en el teatro, en el bosque: sabían cómo se llamaba, y conocían sus caballos. Esto era algo.

Por otra parte, el señor de Maurescamp no dejaba de presentar ciertos rasgos especiales. Era un hombre de unos treinta años que llevaba con cierto brillo la vida parisiense. Sus títulos eran herencia de su abuelo, general bajo el primer imperio, y su fortuna de su padre, quien la había adquirido honradamente, la industria. El mismo, ocupaba, gracias a su título, algunas agradables canonjías en las altas sociedades financieras. Hijo único y millonario, había sido muy engreído por su madre, sus criados, sus amigos, y sus queridas. Su confianza en sí mismo, su suficiencia, su gran fortuna, imponían, a las gentes, y aun había algunos que lo admiraban. Le escuchaban en sus reuniones con cierto respeto. Hastiado, escéptico, satirico, frío y altanero para con todo lo que no era práctico; profundamente ignorante, a más, hablaba con voz ronca y alta, con autoridad y preponderancia. Tenía formadas sobre las cosas de este mundo, y particularmente sobre la mujer a quien despreciaba, algunas ideas bastante mediocres, que erigía en principios y sistemas, solo porque tenían el honor de pertenecerle: "Yo tengo por principio... Entra en mis principios... Tengo por sistema... He aquí mi sistema..." Estas fórmulas aparecían a cada momento en sus labios. Si hubiese nacido pobre, no hubiera sido sino, un hombre como cualquier otro: rico, era un necio.

La elección que este personaje había hecho de la señora de Latour-Mesnil, puede sorprender a primera vista. Primeramente, era un acto de gran vanidad, y también un cálculo. Se hablaba en la alta sociedad de la señorita Latour-Mesnil como de una joven completa. Habituado a no rehusarse nada, y a ser el primero en todo, parecióle glorioso adornar su sombrero con aquella flor rara. A más de eso, tenía por principio que el verdadero medio para no ser desgraciado en el matrimonio, era el de unirse a una joven perfectamente educada. El principio no era malo en sí. Pero lo que ignoraba Maurescamp, era que para arrancar una de esas plantas selectas del invernáculo materno, y trasplantarla con éxito al terreno de los casados, hay que ser un horticultorde primer orden.

Físicamente era el señor de Maurescamp un grande y bello joven, de color un poco encendido y de una elegancia un poco pesada. Fuerte como un toro, parecía deseoso de aumentar indefinidamente sus fuerzas; por la mañana ejercitábase en el balancin, tiraba las armas, bañábase dos veces al día con agua helada, y desarrollaba orgulloso dentro de un ancho gabán su busto suizo.

Tal era el hombre a quien la señora de Latour-Mesnil juzgó digno de confiarle el ángel que tenía por hija. Es verdad que tenía una excusa, que es la de todas las madres en casos análogos: sentiáse un poco enamorada de su futuro yerno, y sumamente agradecida por la distinción que había hecho con su hija; parecíale en extremo inteligente y espiritual puesto que había sabido apreciar su inteligencia; y juzgábale, honrado y delicado por haber preferido su belleza y sus cualidades, a otras ventajas más positivas.

En cuanto a Juana, ya lo hemos dicho, se hallaba dispuesta a aceptar ciegamente la elección hecha por su madre. Por otra parte, como todas las jóvenes preparábase a enriquecer con sus dotes personales al primer hombre a quien, le permitiesen amar, a adorarle con su propia poesía, a reflejar en él su belleza moral, y transfigurarle, en fin, con la pureza de su brillo.

Hay que convenir también, en que así que el señor de Maurescamp hubo sido admitido a hacerle la corte, su actitud, sus procederes y lenguaje, respondieron pasablemente a la idea qué una joven puede formarse de un hombre enamorado y amable. Todos los pretendientes que tienen mundo y una bolsa bien llena, se parecen poco más o menos. Los bombones, los ramos y las alhajas los adornan con suficiente poesía. A más, los menos romancescos conocen por instinto que en ciertas ocasiones hay que hacer un cierto gasto de idealismo, y no es raro el ver a algunos hombres exaltarse poéticamente delante de su prometida, por la primera y última vez en su vida, como cuando se les habla de un modo especial a los niños y a los perritos, cuando se quiere atraerlos.

Esta faz de ilusión y de encantamiento se prolongó para Juana, desde la magnificencia del canastillo hasta los dulces esplendores del matrimonio religioso. En aquel día supremo, arrodillada ante el altar mayor de Santa Clotilde, bajo el resplandor estelario de los cirios en medio del grupo de flores que la rodeaban, la mano en la mano del esposo, el corazón desbordando de piadoso reconocimiento y de amor dichoso, Juana de Berengére alcanzó al cielo.

No es temerario asegurar que después de esas horas encantadas el matrimonio no es sino una decepción para las tres cuartas partes de las mujeres. Pero la palabra decepción es bien débil para expresar lo que experimentara un alma y una inteligencia culta y delicada, en la intimidad de un hombre vulgar...

Sería difícil formular convenientemente como juzgaba a la mujer el señor de Maurescamp. Habráse dicho lo bastante, y aún demasiado, dejando entender que para él el amor no era otra cosa que el deseo, la virtud de la mujer el deseo satisfecho.

El señor de Maurescamp se equivocaba de fecha: habría podido tener razón para sus teorías en aquella época en que el hombre y la mujer apenas se diferenciaban de las bestias. Olvidaba torpemente que una joven parisiense, esmeradamente educada, no dejaba seguramente de ser una mujer, pero que había dejado absolutamente de ser una bestia. Si vuelve a ser una salvaje, lo que no carece de ejemplos, es su marido quien la habrá impulsado.

 
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Historia de una parisiense de Octavio Feuillet   Historia de una parisiense
de Octavio Feuillet

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