?Claro, todo eso está muy bien; pero... temo las
consecuencias.
Toda infracción de las reglas establecidas; toda desviación del
camino trazado por las circulares, le ponían triste y perplejo, aunque se
tratase de asuntos en los que él no tuviese para qué inmiscuirse. Si alguno de
sus colegas llegaba con retraso a misa o no se conducía en absoluta conformidad
con las reglas establecidas; si alguna profesora se paseaba de noche en compañía
de un joven, Belikov parecía presa de profunda angustia y le decía a todo el
mundo, con trágico acento, que aquello acabaría mal. En los consejos pedagógicos
aburría a sus colegas con sus interminables temores y aprensiones, con su
prudencia exagerada, con sus lamentaciones acerca de la juventad escolar, que,
según él, se conducía muy mal, hacía demasiado ruido.
?Eso puede tener consecuencias enojosas ?decía lleno de
espanto?. Si las autoridades se enteran de la mala conducta de los
colegiales..., ¿comprenden ustedes?... Acaso conviniera expulsar del colegio a
Petrov y a Egorov, para que no contaminasen con su mal ejemplo a los
demás...
Parecerá inverosímil; pero sus suspiros constantes, sus
lamentaciones, sus gafas obscuras sobre el rostro menudo y pálido de animalejo
espantado ejercían una influencia deprimente en sus colegas, que acababan por
dejarse convencer: se castigaba a Petrov y a Egorov, y, a la postre, se los
expulsaba.
Belikov visitaba con frecuencia a sus
colegas. Llegaba, se sentaba y, sin decir palabra, miraba alrededor como
buscando algo sospechoso. Permanecía así una o dos horas, y se iba. A aquello le
llamaba «mantener buenas relaciones con sus compañeros». Se advertía que tales
visitas le desagradaban; pero las consideraba un deber. Sus colegas le tenían
miedo. Hasta el director del colegio se lo tenía. La mayoría de los profesores
eran personas inteligentes, honorables, de ideas progresivas, de espíritu
cultivado por la lectura de los mejores escritores, y, sin embargo, aunque
parezca absurdo, aquel hombrecillo, que siempre llevaba chanclos y paraguas,
ejercía un gran influjo sobre ellos, y durante quince años fue el amo absoluto
del colegio. ¡Y no solo del colegio, de toda la ciudad! Las señoras no se
atrevían a celebrar en su casa funciones teatrales las vísperas de fiesta, por
temor a Belikov; los curas no se atrevían a jugar a la baraja delante de él.
Bajo su influjo, los habitantes de la ciudad no se atrevían a nada. Todo les
daba miedo. Les daba miedo hablar en voz alta, escribir cartas, trabar nuevas
relaciones, leer libros, socorrer a los pobres, enseñarles las primeras letras a
los analfabetos.