-No tiene nada de extraño -dijo Burkin-. Hay entre nosotros
mucha gente que ama la soledad y que se complace en permanecer siempre en su
concha, como los caracoles. Acaso se trate de un atavismo, de un retorno a la
época en que nuestros ascendientes aún no eran animales sociables y vivían
aislados en sus cavernas. Quizás sea ésa una de tantas variedades de la
naturaleza humana. ¡Quién sabe! Yo no me dedico al estudio de las Ciencias
Naturales, y no tengo la pretensión de resolver tales problemas. Quiero decir
tan sólo que hay mucha gente como esa pobre Mavra. Hará unos dos meses murió en
la ciudad un tal Belikov, compañero mío de profesorado en el Liceo, donde
explicaba griego. Habrá usted oído hablar de él. Llegó a adquirir, por sus
costumbres, cierta celebridad. Siempre, aunque hiciera un tiempo espléndido,
llevaba chanclos, paraguas y un abrigo con forro de algodón. Se diría que todas
sus cosas estaban enfundadas: cubría su paraguas una funda gris, llevaba el
cortaplumas en un estuchito, hasta su rostro, que ocultaba casi por entero el
cuello de su abrigo, parecía enfundado también. Llevaba siempre gafas ahumadas,
chaleco de franela y unos tapones de algodón en los oídos. Cuando tomaba un
coche le hacía al cochero levantar la capota. En fin, procuraba siempre
envolverse en algo que le ocultase, meterse, por decirlo así, en una funda, para
aislarse, separarse del mundo entero, defenderse de las influencias exteriores.
Era esto en él una tendencia apasionada, irresistible. La vida real le irritaba,
le asustaba, le inspiraba una angustia constante. Quizás para justificar este
odio, este miedo a cuanto le rodeaba, siempre estaba haciéndose lenguas de las
excelencias del pasado, encomiando las cosas que no existían en realidad. El
griego que explicaba era para él también como unos chanclos o un paraguas con
que se defendía de la vida real. «¡Qué sonora, qué melodiosa es la lengua
griega!» -decía con voz suave.
Y en apoyo de su afirmación guiñaba un ojo, levantaba el dedo y
pronunciaba: «¡Antropos!»
Belikov procuraba enfundar asimismo su pensamiento. Lo único
comprensible y claro para él eran las circulares gubernativas en que se prohibía
algo y los artículos periodísticos en que se aplaudían las prohibiciones. Cuando
una circular prohibía a los colegiales salir a la calle después de las nueve de
la noche o cuando un artículo periodístico tronaba contra la ligereza de las
costumbres, la cosa para él era clara, indiscutible: ¡Está prohibido, y se
acabó! Pero cuando leía que se autorizaba esto o lo otro, veía en ello algo
sospecho y extraño. Si las autoridades de la ciudad concedían autorización para
abrir un círculo de artistas-aficionados, una biblioteca, un «club», sacudía
tristemente la cabeza y decía: