Levantó el brazo derecho, y le extendió hacia la
parte inferior de la montaña. En el mismo Instante, todos repitieron
aquella actitud con una precisión militar, mejor dicho, mecánica,
como verdaderos muñecos movidos por el m ¡amo resorte. El jefe
bajó su brazo, y todos bajaron el suyo. Se encorvó hacia el suelo,
y todos se inclinaron en la misma actitud. Empuñó un sólido
palo, que blandió en el aire, y todos blandieron sus bastones, haciendo
el mismo molinete; el mismo molinete que los jugadores del palo llaman la
"rosa cubierta"
Después, el jefe se volvió y se escurrió
sobre la hierba, subiendo por entre los árboles. La tropa la
siguió, haciendo los mismos movimientos.
En menos de diez minutos los senderos del monte, descarnados
por la lluvia, fueron recorridos, sin que el choque de una roca ni de un
guijarro hubiese detenido aquella masa en marcha.
Un cuarto de hora después, el jefe se detuvo, y todos se
detuvieron, como al los hubieran clavado en el sitio. . A doscientos metros por
bajo, aparecía la ciudad, tendida a lo largo de la sombría rada.
Numerosas luces iluminaban el grupo confuso de edificios, de. casas de quintas,
de cuarteles. Al otro lado, los fanales de los navíos de guerra, los
fuegos de los buques de comercio y de los pontones anclados en la rada,
reverberaban sobre la superficie de las tranquilas aguas. Más lejos, a la
extremidad de la Punta de Europa, el faro proyectaba su hay de rayos luminosos
sobre el estrecho.