-¡Cómo! Exclamé; ¿Margarita ha muerto?
-Sí, señor.
-¿Cuándo?
-Hace unas tres semanas
-¿Y por qué se permite visitar estas habitaciones?
-Sus acreedores creen que así aumentará el precio de los objetos. Pudiendo apreciarse el efecto que producen los muebles colocados en su sitio, se estimula a los compradores.
-¿Es decir que Margarita tenía deudas?
-Muchisimas, señor.
-¿Pero podrán cubrirse con la venta?
-Con exceso.
-¿Y a quién corresponderá el sobrante?
-A su familia.
-¿Tenía familia?
-Así parece.
-Gracias, amigo, le dije retirándome.
Tranquilizado el vigilante, me saludó, a su vez.
¡Desdichada joven! Me decía dirigiéndome a mi casa; muy triste ha de haber sido su muerte, sin deudos ni amigos, pues no los tiene la mujer que, como ella, no goza de salud. ¡Y a qué negarlo! me entristecía el recuerdo de la desgraciada Margarita.
Tal vez este sentimentalismo parecerá ridículo a ciertas gentes, pero mi indulgencia para con estas, desdichadas es tal, que no me tomo el trabajo de discutirla.
Cierto día qué iba a despachar un pasaporte en la prefectura, vi a dos gendarmes conduciendo una pobre joven desolada y triste. No sé ni quise saber qué falta había cometido, pero puedo asegurar que lloraba tiernamente abrazando y besando una criatura de pocos meses, de la que su arresto la separaba.
Desde aquel día no he podido despreciar a mujer alguna.