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Pero lo más bonito era
quizás el sauce, ese arbolito sentimental que de antiguo nombran
llorón, y que desde la llegada de la Retórica al mundo
viene teniendo una participación más o menos criminal en toda
elegía que se comete. Su ondulado tronco elevábase junto al
cenotafio, y de las altas esparcidas ramas caía la lluvia, de hojitas
tenues, desmayadas, agonizantes. Daban ganas de hacerle oler algún fuerte
alcaloide para que se despabilase y volviera en sí de su poético
síncope. El tal sauce era irremplazable en una época en que
aún no se hacía leña de los árboles del
romanticismo. El suelo estaba sembrado de graciosas plantas y flores, que se
erguían sobre tallos de diversos tamaños. Había margaritas,
pensamientos, pasionarias, girasoles, lirios y tulipanes enormes, todos
respetuosamente inclinados en señal de tristeza... El fondo o perspectiva
consistía en el progresivo alejamiento de otros sauces de menos talla,
que se iban a llorar a moco y baba camino del horizonte. Más allá
veíanse suaves contornos de montañas, que ondulaban
cayéndose como si estuvieran bebidas; luego había un poco de mar,
otro poco de río, el confuso perfil de una ciudad con góticas
torres y almenas; y arriba, en el espacio destinado al cielo, una oblea que
debía de ser la Luna a juzgar por los blancos reflejos de ella que
esmaltaban las aguas y los montes.
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Consiga La de Bringas de Benito Pérez Galdós en esta página.
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La de Bringas
de Benito Pérez Galdós
ediciones elaleph.com
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