La señorita Coulson le tendió al repartidor un
billete de diez dólares. El repartidor se inclinó y mantuvo su
sombrero en ambas manos, a la espalda.
-No se moleste, señorita. Será para mí un
placer arreglar las cosas como usted lo desee.
¡Ay de mayo!
A mediodía el señor Coulson hizo caer dos vasos
de la mesa, rompió el resorte de su campanilla y llamó a gritos a
Higgins, todo a un tiempo.
-Traiga un hacha o mande a buscar un litro de ácido
prúsico o a un agente de policía para que me mate a tiros
-ordenó, sardónicamente-. Lo prefiero a morirme de
frío.
-Al parecer está haciendo frío, señor
-dijo Higgins-. No lo había notado antes. Cerraré la ventana,
señor.
-Hágalo -dijo el señor Coulson-. ¿A esto
lo llaman primavera? Si dura mucho, volveré a Palm Beach. Esta casa
parece una morgue.
Más tarde entró respetuosamente la
señorita Coulson a preguntar por la gota de su padre.
-Constanti -dijo el viejo-. ¿Cómo está el
tiempo en la calle?
-Claro pero frío -respondió la señorita
Coulson.
-Se diría que estamos en pleno invierno -dijo su
padre.
-"Es un caso en que el invierno se demora en el regazo de
la primavera" -dijo la joven mirando distraídamente por la ventana-.
Aunque la metáfora no es del gusto más refinado.
Poco después echó a andar, flanqueando el
pequeño parque, y se dirigió a Broadway para hacer unas
compras.