A través del parque, a las fosas nasales del 
señor Coulson llegaron esos olores inconfundibles, característicos 
y patentados de la primavera que le pertenecen en exclusividad a la gran ciudad 
que está sobre el subterráneo: los olores del asfalto caliente, de 
las cavernas subterráneas, de la nafta, del pachulí, ele las 
cáscaras de naranja, de las alcantarillas, de los cigarrillos egipcios, 
de la mezcla de las construcciones y de la tinta seca de los periódicos. 
El aire que penetraba era suave y fragante. Los gorriones reñían 
gozosos dondequiera. No os fiéis jamás de mayo.
El señor Coulson retorció las guías de su 
blanco bigote, maldijo su pie y agitó una campanilla que tenía en 
la mesa, a su lado.
Entró la señora Widdup. Era de aspecto agradable, 
rubia, sonrosada, cuarentona y taimada.
-Higgins ha salido, señor -dijo, con una sonrisa que 
parecía un masaje vibratorio-. Ha salido a echar una carta al correo. 
¿Puedo servirle en algo, señor?
-Es hora de que tome mi acónito -dijo el viejo 
señor Coulson-. Prepáremelo. Aquí está el frasco. 
Tres gotas. Con agua. ¡Maldito sea Higgins! En esta casa a nadie le 
importa si me muero en esta silla por falta de atención.
La señora Widdup dejó escapar un hondo 
suspiro.
-No diga eso, señor -declaró-. Hay quienes se 
preocuparían más de lo que se imagina. ¿Dijo trece gotas, 
señor?
-Tres -respondió el viejo Coulson.
Tomó su dosis y luego la mano de la señora 
Widdup. Ésta se sonrojó. Oh, sí, eso puede hacerse. Basta 
con contener el aliento y comprimir el diafragma. -Señora Widdup -dijo el 
señor Coulson-. Estamos ya en plena primavera.